Una de las señales de la Navidad que más encandila desde la infancia han sido las luces con que se engalanan las calles. Las formas y colores luminosos en las noches que preludian al invierno y dan la bienvenida al nuevo año dan un aire de bondad y alegría a pueblos y ciudades. La tendencia a la comercialización de estas fechas ha llevado a que las mismas se inicien en Octubre, y que desde entonces nos agredan con los tristes anuncios del gordo de la Lotería o aquel ajado de “Vuelve a casa por Navidad”. Pero las luces navideñas ya no se colocan para satisfacer al espíritu de la navidad, sino como simple reclamo comercial. Aquel acertado invento de Cortilandia, que tan feliz hizo a nuestros niños, hoy lo acogen algunos ayuntamientos para atraer a las gentes hasta los comercios. El espectáculo es cada vez más sofisticado y también más concentrado, como si no existiesen más barrios o más comerciantes con derecho a disfrutar de ese ambiente.
Desde el bromista que se pregunta si el tren puede funcionar como un submarino, hasta los que relatan con tristeza los daños que han sufrido por el agua. Al llegar a Princesa las quejas se multiplican, una chica se lamenta de como ha quedado su local y de todo lo que ha perdido, mientras otro joven comenta que se ha quedado sin coche y una señora resume el espanto con que lo vivió. Un hombre visiblemente enojado reflexiona en voz alta e introduce una derivada que hace que todos se entreguen con consenso a la misma. Airadamente proclama que siempre les toca a sus barrios, que ya no se puede culpar al Guadalhorce y que los responsables no hacen nada para paliar algo que falla. Alguien intenta culpar al metro, pero varios le acallan diciéndole que esto ya ocurría antes. De repente la voz atiplada que anuncia la llegada a la estación, cambia su guión y avisa que todo esto se acabaría si Málaga se llamase Larios, que entonces ningún barrio se inundaría y todos contarían con un espectáculo luminoso. Era el deseo del espíritu de la Navidad reencarnado en la voz del metro.