Era mediodía, la hora del aperitivo y la del paseo reposado para las personas mayores, que se llenan de tranquilidad y de recuerdos que van brotando al ritmo de su andar pausado. ¿Cuántos años se han sucedido desde aquél, ya lejano, en el que por vez primera se recorrió el Paseo Marítimo, empezando a descubrir la extraordinaria belleza de la mar, a la hora del aperitivo, en un día de sol y de brisa suave?
En la terraza de un bar se alineaban las mesas, protegidas por amplias sombrillas, dispuestas para recibir a los clientes. A esa hora temprana, la del mediodía, la del comienzo del tiempo ideal para el aperitivo, sólo estaban ocupadas un número reducido de ellas. En una de ellas una pareja relativamente joven; más allá unos padres con dos chiquillos y en otra una persona sola que leía el periódico, mientras recibía los saludos agradables del sol y del aire.
En una plazoleta alguien estiraba sus músculos apoyando sus manos sobre el tronco de una palmera y haciendo fuerza sobre ella, al tiempo que extendía hacia atrás una de sus piernas; después repetía el ejercicio con la otra pierna y todo ello de forma pausada, sin romper la cadencia de tranquilidad que el ambiente ofrecía a esa hora del aperitivo. Como tampoco la rompía el patinar de unos chiquillos bajo la mirada de sus padres.
Había sitio para todos y nadie se molestaba con la presencia de otros. Una pareja de enamorados iba despacio caminando hacia uno de los extremos del paseo y todo le parecía bello, se sentían dichosos ella y él, hablaban, sonreían y ni siquiera se daban cuenta de quienes pasaban a su lado; sabían que el día era hermoso y notaban que el sol y la brisa los acariciaban, pero ellos no pensaban que era la hora del aperitivo porque el corazón tiene otro alimento.
En la playa había alguna gente tomando el sol, sobre la arena, y unos pocos, no muchos, estaban en el agua jugando con las pequeñas olas que en ese momento había. Por el paseo caminaban algunos llevando a sus perros, al paso que estos imponían. Nadie tenía prisa; parecía que nada quedaba por hacer, que ya estaba todo hecho y que sólo había que ocuparse en pasear, disfrutando de un ambiente soleado y grato a la hora del aperitivo junto a la mar.
Ese mismo día, a las 12.30 en Afganistán, un vehículo blindado español sufrió el impacto de una furgoneta cargada de explosivos causando la muerte a un brigada y a un cabo del Ejército de Tierra; heridas graves a un cabo primero y leves a un capitán, un sargento primero y a un cabo. Allí también era la hora del aperitivo, pero el ambiente ofrecía agresividad, dolor, sufrimiento, preocupación y muerte. No había paz sino guerra dura y cruel.
Era la hora de sonar las campanas, con tono grave y profundo, diciendo al mundo que unos soldados de España habían dado la vida para defender a un pueblo del abuso de quienes lo quieren tener sometido a un sistema de vida irracional, violento y regresivo. Era la hora en la que todos los españoles debíamos inclinar la cabeza como homenaje a esos soldados muertos y heridos, a esos soldados de España que cada hora de su vida es una hora de riesgo de muerte.
¡Qué contraste de ese panorama, violento y cruento, con el de paz que había por aquí; por este lugar en el que, a esa hora del aperitivo, todo era sol, brisa suave y relajación a la orilla de la mar en calma! ¿Cómo podemos vivir tan alejados de ese drama que a diario viven nuestros soldados en tierras lejanas, donde las armas no cesan de actuar y matar?
Parece que tienen que morir unos soldados para que se dedique algún pensamiento a su labor y no es justo. A la hora del aperitivo de cualquier día, cuando se quiere vivir en paz, hay que pensar en ellos y tal vez renunciar a algo que ellos no pueden disfrutar.