La primavera adelantada es quizás el espectáculo más embriagador y sorprendente de todo el año por este sur que es totalmente sol y costa.
Celebrar la primavera en su tiempo no tiene nada de especial, pero hacerlo cuando un poco más arriba todavía los chupones de hielo cuelgan de lo que serán brotes nuevos, sorprende no poco. Que se lo digan si no a los viejos agricultores del Inserso que han dejado al subir al autobús la parra dormida en el rincón del patio y bajan aquí en la ciudad confiada de los pájaros que nunca abandonan el nido despoblado. Hasta el solsticio se ha ido apagando el cielo en un cansino otoño pero la luz reacciona con los villancicos. Me gusta hablar de la vuelta de la vida en la costa cuando, sin pasar la navidad, ya tenemos brotes de un verde luminoso en las enredaderas.
La primavera adelantada es quizás el espectáculo más embriagador y sorprendente de todo el año por este sur que es totalmente sol y costa.
Se celebran acontecimientos que a mí me resultan extraños, no porque no merezcan el título, sino porque quedan absorbidos por la marcha natural del año. La misma Semana Santa, tan malagueña, con su orden establecido procesionando al Justo sobre las cabezas del pueblo esconde aquí su dramatismo, o al menos lo atenúa, ante el olor de azahar que roba esta brisa suavísima. Todo al final es naturaleza, hasta la cera derretida en las losas al paso de los nazarenos.
Se ha cantado mucho la semana de dolor del mes de Nisán de algunas capitales andaluzas, y con seguro acierto, pero ninguna tiene un fondo de mar mal dormido ni unas noches sorprendidas de estrellas con una luna llena alimentando a los jazmines. Sólo ésta. Si el hombre se desconecta de los astros, deja todo su ser deshilvanado, expuesto a cada viento, sobre todo al septentrión que es el malvado antagonista de esta representación de vida. Costa del Sol, que nadie se la atribuya, el día es suyo con su hogar encendido y la noche es simplemente un descanso para el gran astro que tiene que madrugar a renovar la luz del día siguiente. Por eso aquí junto al mar la noche es solemne. Y tensa, porque es espera del gran espectáculo de cada amanecida.
El que no ha vivido la profundidad de una noche en el castillo del Bil Bil no comprende nada, porque allí se da la razón de todo como dicen que se daba en los jardines antiguos de Al Andalus. Es posible desde allí abrirse un hueco entre las estrellas y entrar en el bosque de astros pisando la misma utopía. ¿Qué es si no el paraíso?
Todo está explicado por la energía solar, yo ya lo he dicho. Es la tierra de la contemplación, el corazón humano pierde todo protagonismo. Lo sabe bien el recién llegado con el alma prendida de mil tensiones que quedan aflojadas al pisar este suelo. La única activa es la naturaleza y la primavera es su agente que ejerce en todo el año.
Después, el verano. Todo queda asfixiado por el tórrido sol saliendo iracundo cada mañana. Tiemblan los pájaros y esconden su bulto dentro de las enramadas. Es entonces cuando se llena de pasos el compás de la Nogalera. Y la Calle de San Miguel toma el carácter de cauce bien surtido de gentes que no saben a dónde van. Pero ni de dónde han venido, al menos no lo piensan sólo con llevar unas horas entre nosotros.
Siempre me han parecido las horas de la tarde un misterio que arranca a cada veraneante de su tresillo y los empuja calle abajo camino de no se sabe. Ya digo que ni ellos mismos pueden prever a dónde terminará la cadencia relajada del paseo. Si atardece comienza a reinar esa calma dulce de la penumbra que es única en esta costa bajo las estrellas rutilantes. Alguna confundiréis con el mastodonte de turno camino del aeropuerto. Al turista de muy arriba le hacen embarcar en la rápida aeronave y es como un sueño a los contados minutos enfocar el azul del mar con la costa africana cerrando el sur. No puede acostumbrarse a la sorpresa; mejor aún, la echa de menos al soñarla luego desde lejos. Por eso quien se va vuelve, se dice aquí al dar todos los años el premio de la constancia. El turismo de Torremolinos suele ser fiel pero si indagáramos, vuelvo a insistir, sería fidelidad al sitio, a su bonaza. Sobre todo, a esas noches de paz en que las estrellas abren sitios entre ellas por donde puedan subir nuestros ojos hacia el infinito.
La primavera se adelanta en sus tallos pero permanece todo el verano porque una brisa marina sopla a lo largo del día en cuanto encuentra hueco para conservar la vida. Algunas noches extremas, las menos, hay que bajarse a encontrar lo fresco junto al mar porque la brisa se detiene curiosa en las faldas de los acantilados y cuando llega arriba ya va mediada la sombra. Pero pocas veces, ya digo; es El Terral, viento ardiente de las tierras desérticas de al lado que se cuela en el devenir muelle del turismo. Para eso está el agua en esos días más fresca que de costumbre y las gentes no tienen prisas en abandonar la arena. Todo eso pasa, pero veis que siempre hay remedio preparado por la propia naturaleza como si se hiciera cargo.
Hay un libro publicado sobre la poesía andalusí de la Alta Edad Media en que se describen estas noches ya célebres en la época en que los palacios gozaban de un jardín para las justas nocturnas de los poetas. Merece la pena su lectura para comprender cómo hemos heredado de los antiguos lo que de más gozo tenemos. Es el sitio, ya se ve, que volvió sibaritas a aquellos soldados que entraron por Gibraltar ásperos y curtidos con redoble de tambores y al tiempo no lejano se habían refinado de esta forma. Damasco envidiaba al Califato y éste no aguantaba de buen grado permanecer fiel a sus antagonistas. Surgió por entonces una polémica elegante entre Córdoba y este Damasco de jardines colgantes de si más importante la rosa o el narciso. Andalucía defendió siempre la rosa y estáis viendo como todavía abunda en nuestros alcarceles; palabra ésta sonora que se conserva en mi tierra como flor de la antigua morería.
L
a primavera, pues, se adelanta en nuestra costa pero se prolonga todo el verano que es milagro no menos sorprendente. Así todas las flores lucen en agosto buscando todavía la fiesta de las Vírgenes de la segunda quincena. Yo me doy el gustazo diario de ver atardecer, derramada la luz sobre el brazo de mar que nos separa de antiguas tierras. Y os aseguro que siempre es distinto y yo permanezco igual bajo su influencia. Pobrecillos de los que se pierden este espectáculo sin acercarse hasta La Carihuela.