Yo no sé de flamenco pero con Juan Peña aprendí a sentir el Flamenco. Me pierdo en los palos y nunca he pretendido saber de Flamenco, pero sí sentirlo y apreciarlo desde que aquel viernes en la Peña Flamenca Pepe Montaraz escuché por primera vez en directo al Lebrijano.
Salía Juan Peña en aquellos entonces de unos achaques de garganta que le habían retirado de los escenarios y bromeaba en la peña con el vaso, dándole vueltas y haciendo chascarrillos con que no era agua con lo que le apetecía mojarse los labios. Pero estaba a gusto, entre amigos, en familia y aquella media voz entrecortada inicial comenzó a cantar Flamenco, quizás no era el de siempre, pero esa forma de llenar la peña me erizó las entrañas y se me clavó en los oídos del alma, que es como hay que apreciar el Flamenco, sintiéndolo pero con todos los sentidos.
Llegué al flamenco por trabajo y gracias a Juan Peña -al que me encontraba cuando iba a darle una vuelta a su hijo al despacho, que estaba al lado de la redacción- dejé de considerar el Flamenco como un trabajo. Nunca me ha interesado el purismo o la ortodoxia, ni las innovaciones ni la fusiones, sólo me ha interesado sentir el flamenco como aquel día lo sentí. Por eso me río de mí misma cuando veo algún bailaor que necesita micrófonos bajo las tablas para que se le escuche bien... como si yo entendiera de esas cosas.
Y por eso dejaba que las crónicas las hicieran los entendidos mientras yo me embelesaba cámara en mano en una Caracolá (qué equivocados los que pretenden encorsetarla en las cuatro paredes de un teatro) cuando una impresionante Marina Heredia casi se echaba sobre el público para cantar, sin micro, ni toque, ni palmas ni ná.
Se encargarán unos u otros de hacer la crítica y hundir o encumbrar a la figura, pero cuando escucho o veo el flamenco, desde aquel viernes, para mí, si te hace sentir, es Flamenco.