Adrián vive en Montequinto. Ahora está casado, tiene dos niños pequeños y trabaja de cocinero. Pero cuando tenía dieciocho años una noche que volvía a su barrio se encontró una bicicleta de Sevici apoyada en la pared. La cogió y la usó para volver a su barrio. En el camino lo paró la Guardia Civil. Lo condenaron a seis meses de prisión por un delito de hurto. Ahora, siete años después, un juez ha decidido que entre en prisión. Si sucede perdería el trabajo; su mujer, que está parada, se quedaría sin recursos para mantener a la familia y, con los niños, tendría que intentar irse a vivir con sus suegros. Una vida rota, por una tontería de hace años. Y por la falta de sensibilidad de un juez.
Sin embargo, el juez no está obligado a meter a Adrián en prisión. En estos casos de delitos menores, la ley le permite libremente suspender la condena. Lo deja a su criterio. Pero al juez no le ha parecido necesario y la ley no permite recurrir esa decisión.
La Constitución ordena en su artículo 25.2 que la prisión se use sólo con el objetivo de la reinserción y la resocialización. Eso significa -y así lo ha dicho el Tribunal Constitucional- que la privación de libertad debe orientarse a que el delincuente deje de serlo. Por eso cuando la condena es de pocos meses lo habitual es que no se entre en la cárcel. Se entiende que esa estancia en prisión sería más perjudicial que beneficiosa a la hora de evitar nuevos delitos.
Adrián ha conseguido construirse una vida decente en medio de una zona y unas circunstancias sociales muy difíciles. Ha creado una familia, ha obtenido trabajo y a duras penas está luchando, en la precariedad, para salir adelante del modo más razonable. Está absolutamente reinsertado, si es que el delito de usar una bici abandonada para volver a casa (o el saltarse una verja para bañarse en una piscina privada) necesita reinserción. Esas cosas las hizo hace años, cuando era un chaval, y la persona a la que van a meter seis meses en la cárcel ni se parece a ese muchacho de entonces. Pero eso tampoco parece relevante.
Evidentemente, hay una justicia para ricos y una justicia para pobres. Si Adrián no fuera un muchacho del extrarradio de clase baja, no hay duda de que los jueces habrían encontrado excusas para evitarle entrar en prisión.
Mientras la crisis tiene cada vez a más capas de la población viviendo en la precariedad y la pobreza, nuestros políticos e instituciones siguen impasibles mirándonos desde arriba, desde su mundo confortable en el que no hay que luchar cada día para comer y tener un techo.
Las leyes pueden aplicarse de otra manera, y hay jueces que lo hacen, pero la mayoría de nuestras autoridades no parecen capaces de sentir la mínima compasión a la hora de desahuciar, arruinar o encarcelar a quienes a duras penas sobreviven rozando la miseria.
Un grupo de ciudadanos está recogiendo firmas a favor de Adrián en change.org y si su caso sale en la prensa seguramente se consiga esta vez que el juez recapacite y aplique las normas con la humanidad y el sentido que exige la Constitución. Ojalá. Es muy triste que en un Estado democrático la Constitución y los derechos sólo se apliquen cuando hay presión social. Es triste, y abre una brecha difícil de reparar.
Nuestras ciudades están llenas de casos parecidos. No sé si los políticos, jueces y autoridades que tienen en sus manos el futuro de la sociedad no se enteran de lo que está pasando, o simplemente no quieren enterarse. Pero los ciudadanos empezamos a estar hartos de tanta injusticia. Y es muy difícil que el Estado de Derecho funcione cuando las leyes se usan de manera absurda para reprimir a quienes menos tienen.