El silencio de Mariano Rajoy sobre la situación procesal de Francisco Camps es sorprendente. En cierto sentido asusta. Es probable que hasta el propio presidente valenciano –a quien Rajoy le debe la refundación de su liderazgo– esté si no asustado cuando menos inquieto por la silente actitud de su jefe. Por su frialdad. Quienes evocan el origen gallego para intentar explicar semejante actitud, olvidan que Fraga, por poner sólo un ejemplo, también nació en Galicia. No. Aquí la cuestión es otra. Lo que en términos generales perjudica al PP –Camps, procesado por el Tribunal Superior de Justicia de Valencia–, en lo particular, favorece el liderazgo de Rajoy. Antes de esta historia, con Esperanza Aguirre (y, también Ruiz Gallardón) como de posibles candidatos para dirigir el PP tras un eventual fracaso electoral, políticamente hablando, Rajoy estaba en manos de Camps y de Javier Arenas, los dos barones regionales más poderosos. Ahora, Camps está neutralizado. De Feijóo, astro ascendente en el firmamento de los populares, Mariano puede presumir de padrino.
Visto que los sumarios abiertos no retiran grano en términos electorales ni en Valencia, ni en Madrid –en las europeas, el PP arrasó en los dos sitios–, Rajoy se siente fuerte. Ya no teme por su cabeza. Lo que les pase a otros, es el problema de otros. Por eso guarda silencio y rehuye a los periodistas. Tengo para mí que nos evita porque teme que podamos advertir que no está preocupado. Que podamos advertir su inquietante frialdad.
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