Comienzo este artículo homenajeando al cómico Lewis Black que en su monólogo sobre la evolución dijo: “Me encantaría tener la fe para creer que el mundo fue creado en siete días, pero… yo pienso”.
Recuerdo cuando no se calculaba bien la profundidad del charco y llegabas a clase o a casa empapado desde los pies a la cabeza. Recuerdo, con alegría inmensa, ese vaho, ese humillo, esa niebla que desprendía la ropa, expulsando el calor del cuerpoAl menos dos veces por semana realizó una profunda limpieza de mi cuerpo. Me higienizo más allá de la típica ducha y los cepillados de dientes habituales. Escudriño agujeros, busco suciedad en zonas esquivas y por supuesto, elimino vellos y pelillos que sobresalen, debido a la edad, de zonas antes lampiñas, yermas en la plenitud de la juventud. Entre los rituales está el uso de bastoncillos de oídos... es increíble lo que se acumula en el interior de la oreja.
Junto al típico y amargo cerumen, que no es más que una mezcla de piel, sudor, pelo y desechos, extraje doscientos cincuenta y seis reproches, ciento sesenta y tres regañinas de la mujer con la que comparte estos años de vida, un elogio, un verso abandonado que nunca llegó a ser poema y dos amagos de caricias. Con el lavabo casi a rebosar seguí girando el bastoncillo hasta que logré sacar, casi intactas, media docenas de conversaciones intranscendentes junto a la voz endeble y desestructurada de la presentadora de los telediarios. Y seguí girando el bastoncillo y cayó un susurro, una proposición indecente y cuatro intentos de soborno. Y fueron cayendo palabras, frases y esquemas gramaticales del pasado... Incluso los gritos de aquellos a los que abandoné o no ayudé o castigué o dañe. Y un gemido... algún te quiero... algún te odio... y trescientas doce exclamaciones de indiferencia.
En esas estaba cuando a mis pies descendió un recuerdo en el que mi madre gritaba mi nombre: ¡Younes!. Me agaché y lo volví a introducir en el oído, y lo empujé hacia la memoria y cerré los ojos. Lo primero que sentí fue la humedad. Ahí estaba yo, en todas las edades que comprende una infancia. Y ahí estaba la lluvia, ocupando semanas, mojando los días, creando un paisaje de paraguas y charcos. En los días de tormenta mi padre aparecía con el coche, pitaba y nos llevaba al colegio. Pero solo si el chaparrón se descontrolaba... si era solo llovizna o aguacero, íbamos andando, que para eso todos los niños teníamos botas de agua, de plástico monocromáticas, y chubasquero o impermeables, como ustedes prefieran llamarlo.
Y llovía. Sobre todo en otoño y en primavera, también en invierno, a veces en verano, pero llovía. Eran días de lluvia, incluso semanas... llovía tanto y durante tanto tiempo que el cuerpo se nos hacía al agua, a los gotas. Llovía tanto y durante tanto tiempo que me enternecía al pensar que los cristales también lloraban porque tenían alma. Y llovía tanto y durante tanto tiempo que acabábamos, los niños, para saltar sobre ellos, y los padres para evitarlos, dónde se formaban todos los charcos, dónde se formaban los mejores charcos.
Recuerdo tratar de escapar de la mano de mi madre y cuando lo lograba, qué imagen más hermosa, chapotear sobre esos caducos charcos... con mis botas de agua. Recuerdo ese grito de mi madre al verme: ¡Younes! Recuerdo la humedad subir por el bajo del pantalón. Recuerdo cómo se pegaba la tela a la piel... Recuerdo ese ¡Younes, que te vas a resfriar! Recuerdo cuando no se calculaba bien la profundidad del charco y llegabas a clase o a casa empapado desde los pies a la cabeza. Recuerdo, con alegría inmensa, ese vaho, ese humillo, esa niebla que desprendía la ropa, expulsando el calor del cuerpo.
Ese olor que emanaba del pelo (qué tiempos aquellos) mojado. Esos ojos que bajo la lluvia apenas podían abrirse, encarceladas como estaban las pestañas bajo el peso de las gotas de agua.
Concluyo el ritual de limpieza corporal y salgo del baño con esa sonrisa que nace de la nostalgia más dulce e inocente. Sonrisa que se me borra al observar a mis niños, con las mismas edades de mis recuerdos pero sin primaveras, sin otoños, sin lluvias, sin charcos, sin apenas días en los que tengamos que gritarles que no chapoteen, ni salten sobre ellos. Apenas han usado botas de agua, ni chubasqueros o impermeables, como ustedes prefieran llamarlo. Apenas han visto llorar a los cristales, ni ese vaho... apenas han sentido el peso de la lluvia sobre sus párpados.
¿No tienen la lúgubre sensación de que ya son solo dos las estaciones del año? En serio, cuando llueva, si es que llueve, saquen a sus vástagos a la calle como si de una nevada se tratara. Que disfruten, que se mojen los bajos del pantalón y antes de regresar a casa, agarren sus manitas, húmedas y resbaladizas, y miren hacia arriba, miren hacia las nubes, con los ojos cerrados pero tratando de abrirlos, y con la boca entreabierta también. Seguro que en un futuro ese será uno de los mejores recuerdos que hallarán un día cualquiera junto al cerumen de sus orejas.