La contemplación de las pinturas de Francis Bacon justifica plenamente la presencia del artista en el Museo del Prado, con una exposición en la que se muestran obras fundamentales de uno de los artistas más importantes del siglo XX, que falleció en Madrid en 1992.
Procedente de la Tate de Londres y con el Metropolitan de Nueva York como próximo destino, instituciones que han organizado la muestra en colaboración con El Prado, las nuevas salas del museo reciben, en la exposición que inaugurarán los Príncipes de Asturias el lunes, a uno de los artistas fundamentales al que no se le dedica una exposición en España desde hace treinta años.
Admirador del Prado y de los grandes maestros españoles, especialmente Velázquez y Goya, Bacon entra por la puerta grande del museo con 78 obras entre las que se encuentran dieciséis de sus trípticos más importantes, uno de ellos realizado en 1984 que no ha viajado a Londres ni lo hará a Nueva York.
Como “grandiosa, magnífica y posiblemente única” ha calificado la exposición Manuela Mena, comisaria de la muestra en Madrid y conservadora del Prado, por cuyas salas acompañó a Francis Bacon en sus visitas a los grandes maestros españoles.
Emocionada con el resultado, Mena ha querido que en el montaje unas obras hablen con otras y a la vez se pueden apreciar en la cercanía “en un combate directo.
Además de la sorpresa y las relaciones entre unos cuadros y otros, el visitante se puede acercar para contemplar sus pinceladas, los recursos de uno de los grandes artistas”, como ocurre en Sangre en el suelo.
Junto a la violencia y el sexo, sus obras descubren un pintor que reflejó la fragilidad de la naturaleza humana en su aspecto corporal, el paso del tiempo, la muerte, la nostalgia y todo ello con una calidad pictórica y una maestría de la técnica que hacen que sea uno de los grandes.
El recorrido por este descubrimiento de Bacon se inicia con la exhibición de sus obras más tempranas y llega hasta las de finales de su vida, como el último tríptico que pintó en el que, junto a él, retrató al malogrado piloto brasileño de fórmula uno Ayrton Sena.
Las obsesiones sucesivas del artista se ordenan en capítulos denominados Animalidad, Aprensiones, Crucifixión, Crisis, Retrato o Épica, mientras que las imágenes, fotografías y reproducciones de todo tipo que veía en revistas y libros y que recortaba y amontonaba en su caótico estudio se muestra en Archivo.
En el intenso recorrido, lleno de descubrimientos, el visitante se encuentra con obras fundamentales, ya iconos artísticos, como sus interpretaciones del retrato del Papa Inocencio X, de Velázquez, que distorsionó hasta convertirlo en la imagen del aislamiento y la desesperación más radicales, o el tríptico inspirado en un poema de T.S. Eliot.
Desnudos, como los de su amiga Henrietta Moraes; retratos como los de su amante George Dyer, que se suicidó, al que pintó casi obsesivamente y que es protagonista de uno de sus trípticos en el que aparece solo en una habitación de hotel, vomitando en el lavabo, sentado en la taza del váter o junto a una gran mancha negra.
La pintura excepcional de Bacon “se somete en el Museo del Prado a un nivel de exigencia inédito hasta ahora. Su pintura reclama su calidad, su verdadero valor, como ocurrió con Manet o Picasso cuando visitaron el Prado”, en opinión del director del Museo Miguel Zugaza.
Día dublinés, según Zugaza, para recibir una exposición que contiene “una carga emotiva extraordinaria” debido a la intensa relación de Bacon con nuestro país y con el Prado.
El artista británico “juzga la prosperidad moderna del Prado” en un emocionado, excitante y definitivo encuentro con unas pinturas en que las que revive experiencias personales y del mundo “y entre las pesadillas que persisten, se produce la felicidad del pintor”.