Termina el verano y ya han transcurrido 201 día desde que comenzara la invasión de Rusia a Ucrania y el horror sigue en las mismas puertas de Europa, a pesar de que el tiempo que ya ha pasado nos dé la sensación de una visión más alejada de la misma realidad. Pero las bombas siguen cayendo con la misma intensidad que el primer día, y “los caídos” ya se cuentan por miles, sin que se observen puntos de inflexiones que auguren cualquier forma de paz.
Aquí, a unos 4.000 kilómetros vivimos mirando de reojo al conflicto, adaptándonos a las consecuencias bélicas y afrontando las duras secuelas de la constante lucha de poder, que van más allá de Ucrania y Rusia, siendo este conflicto solo la punta de un débil iceberg que no creo que aguante mucho a flote. Las perspectivas durante y tras esta guerra no son muy alentadoras y se espera una crisis humanitaria a nivel mundial, que ya estamos padeciendo, afectando a una economía dependiente y ya debilitada anteriormente por la pandemia, de la que aún no nos hemos repuesto.
Cabe destacar que los últimos datos que corresponden a 2020, antes de la guerra, ya España contaba con un crudo y deprimente 27,8% de población en riesgo de pobreza o exclusión social, la tasa más alta desde 2016. Son más de 1,5 millones de hogares los que en dicho año no podían permitirse las necesidades básicas. A día de hoy este número ha aumentado exponencialmente y se prevé un incremento aún mayor en los próximos. La subida del índice de precios al consumo (IPC) sigue creciendo, encrudeciendo aún más la situación, un panorama poco alentador que hace temblar los cimientos, no sólo de este país, de todo el mundo. Los datos son claros y nos queda asumir una etapa difícil, pero nada comparable con la población ucraniana.
