Queridos lectores, hemos comenzado el noveno año del siglo XXI en medio de un conjunto de crisis que hacen tambalear a la esperanza. Los que predican el fin de los tiempos se encuentran de cosecha, porque las circunstancias y las coyunturas son realmente extremas como pocas veces en la historia.
La desesperanza aumenta y languidece la confianza en que el futuro pueda ser mejor. Las personas no se sienten seguras en sus posibilidades de subsistencia. Por otra parte los signos de la guerra se intensifican en el Medio Oriente por causa de los ataques israelíes en la Franja de Gaza, en donde miles y miles de palestinos indefensos son masacrados de manera cruel con propósitos de exterminio. Los conflictos bélicos en Irak y en Afganistán amenazan con intensificarse más aún en una espiral que avanza hasta Pakistán con tensiones que se extienden a la India sin dejar de lado a Irán. Así ha comenzado el mundo en el 2009, inmerso además en una profunda crisis económica que no da señales de salida.
En Cuba no podríamos abstraernos de estas situaciones que nos rodean desde afuera, lo que incide sobre el estancamiento interno que no da señales de cambios. Las secuelas de los tres huracanes que devastaron el territorio nacional durante el 2008 están presentes y la recuperación se hace lenta a pesar de todos los esfuerzos que se realizan.
Quizás en esta situación lo que falta es esperanza, así como un plan abarcador que la población lo haga suyo, que genere confianza y estímulo espiritual, con una transparencia que aporte luz al rumbo necesario. Todos son factores que tienen que ver con la esperanza, porque sin esperanza no hay futuro.
Sobre el futuro sólo se podría actuar más efectivamente cuando se tiene esperanza y se generaliza la confianza en que puede ser mejor que el presente.
El futuro se puede forjar, precisamente uno de los dones más importantes de la vida es la capacidad de creación que resulta innata a la condición humana y que los teólogos identifican con la imagen y semejanza de Dios. En estas circunstancias, un primer deber de los que detentan los timones de mando de la sociedad en todo el planeta, debería ser generar esperanza.
Quizás resulte lo más importante después de haber diseñado un plan que actúe sobre los problemas que se presentan, así como en las necesidades de subsistencia y en los objetivos de desarrollo. Eso no se puede lograr sólo con restricciones que no digo que no sean necesarias. Lo primero debería ser entusiasmar a las personas con los objetivos y los planes de trabajo que de manera realista puedan actuar a favor del mejoramiento de las condiciones de vida y de la satisfacción de las crecientes necesidades de los seres humanos.
Trabajar es la palabra de orden, pero el trabajo requiere estímulo y retribución justa. No deberíamos encerrarnos en un círculo vicioso que gira y gira sobre las insuficiencias y las adversidades, sin plantearnos el concepto de que sí se puede, si todos participamos y recibimos según nuestra participación. Pero para lograrlo es imprescindible que todos nos sintamos estimulados para hacerlo y que no solo se comprendan o interpreten los objetivos de conducción, sino que formemos parte de su concepción en un medio de coherencia e identidad. Esa identificación no debería ser sólo de consignas, sino que tendría que hacerse realidad en el día a día con hechos concretos que se puedan evaluar y que alimenten la esperanza, lo que realmente crearía la dinámica de participación que es necesaria para salir adelante. Que el 2009 sea de prosperidad.