Irrumpe la primavera ansiosa de vivos colores. Las plantas despiertan de su letargo invernal generando las sagradas yemas que darán hojas y flores. El jardín está en plena ebullición, se percibe en su atmósfera, se denota en su imagen cambiante y en el sonido de los pájaros que acuden a él. Si te adentras en uno y sabes leer entre sus botánicas páginas hallarás decenas de mensajes, descubrirás la historia de una agitada vida de más de cuatro mil millones de años.
Las flores de color amarillo y violeta son las primeras en mostrarse. Caléndulas, alfalfas, raspillas, correhuelas y malvas se afanan en atraer a los primeros polinizadores que le lleven a dar los frutos que garanticen su futuro. Son plantas arvenses, de esas que han sabido cohabitar en las cercanías de nuestra especie, en los muros de nuestras ciudades o en las grietas de nuestras aceras, y a las que nunca prestamos la menor atención, incluso las liquidamos con potentes herbicidas en los bordes de carreteras, eliminando con ello parte de nuestra diversidad. Luego darán paso a las flores blancas, ávidas de que pequeños y torpes escarabajos sean los encargados de transportar su polen, para finalmente avanzada la primavera dar paso a las destellantes flores rojas y azuladas.
Estos días en el jardín he leído tres páginas sobresalientes. El ancestral Ginkgo biloba ha iniciado su proceso para generar sus efímeras y tornadizas hojas, rindiendo tributo a aquel hermano que en Hiroshima fue el único superviviente al más atroz de los inventos humanos. El ágave feroz, con sus enormes hojas rematadas con dientes de tiburón, construye a sus cinco años, la más grande y esbelta de las inflorescencias. Este maguey quiere erigirse por encima de los seis metros, demostrando que la naturaleza mexicana es capaz de superar los muros del odio y la incomprensión. En el muro del fondo del jardín trepa con fuerza la pasiflora, cuya enigmática y compleja arquitectura floral sorprende la atención de cuantos la observan. Traída desde Perú es para unos la flor de la pasión, y para otros fue el árbol de la culpa, porque entendiendo que el verdadero Paraíso se encontraba en aquellas tierras la señalaron como la especie que daba el fruto prohibido. Hoy muchos valles peruanos, como el de Kañaris,tienen amenazados esos paraísos por la usura humana. Tres páginas que homenajean a tres personas que tan bien supieron interpretar sus mensajes, Victoria Seoane, Mónica Palacios y Mario López Mesones.