Érase que se era una ciudad situada al oeste del, pongamos, río Colorado donde, según qué día, imperaba la ley del más fuerte, el más grande o el que más gritara. Desenfundar rápido con verborrea barata se había convertido en la destartalada y bajuna arma cotidiana, fruto de un nivel cultural medio damnificado tal vez por demasiadas horas vacías ocupadas en tertulias de saloon y en la práctica de un deporte común llamado levantamiento de vidrio sobre barra fija que, en determinados y concretos casos, ocasionaban daños mentales diagnosticados como irreversibles por la boticaría local. Como en tantas otras, cohabitaba El bueno, el malo y el feo, aquellos que se movían Por un puñado de dólares, los que se amparaban en otros calibrando siempre que La muerte tenía un precio y, cómo no, los que pacientes aguardaban Solos ante el peligro pero sabiendo que, tarde o temprano, Los siete magníficos, que siempre eran minoría, Morirían con las botas puestas antes que inclinarse a estos Forajidos de leyenda.
La leyenda de la ciudad sin nombre es la de tantas otras donde se cruzan los mismos personajes; el instigador con su banda dividida porque nunca están de acuerdo en el reparto del botín, el sheriff y sus agentes que pagaban las culpas de todo por el hecho de lucir la estrella luminosa en la solapa y montar sobre bonitos caballos, los cuatreros, siempre al quite para quedarse con el ganado ajeno de algún despistado vecino, las damas buenas, bonitas, risueñas y perfumadas que por unos cuantos dólares bajo luces tenues vendían un rato de amor a crédito, las damas malas, que iban a misa de diario a su cita con Dios pero jamás dejaban propina al mendigo de la puerta, y, cómo no, el tío de la gaceta local, con alzacuello blanco y duro y bigotillo fino, que siempre era el primero en morirse porque cualquiera de los citados terminaba pegándole un tiro por cualquier cosa.
Pero hasta en estos pueblos del lejano oeste que tanta semejanza aguardan con los actuales -solo que ahora estamos más leídos- había una ley no escrita pero asumida por todos. Nunca, nunca, nunca se insulta al padre de otro salvo que se quiera matar o morir. Porque para los nacidos de buena cuna un padre es lo único sagrado que a uno le queda y, claro, piensa que para los demás el sentimiento es idéntico y, claro, nunca se le ocurre insultar a lo más sagrado que para uno es y que entiende para los demás también debe o debería serlo. Eso les pasa a los que bien mamaron del dulce pecho de santa madre y que en buena cuna durmieron, tanto en el antigüo y lejano oeste americano como en cualquier otro sitio más actual y más cercano y a orillas de un río con otro nombre.