En su espectáculo
Humanity,
Ricky Gervais dedica los primeros quince minutos a explicar el chiste que hizo sobre Bruce Jenner -perdón, Caitlyn Jenner- en una de las ceremonias de los
Globos de Oro que presentó, e insiste tanto en la defensa del humor como en el contexto en el que se enmarca cada chiste o broma. De hecho, explicarse ha pasado a convertirse en una de las segundas tareas que ha tenido que afrontar el cómico británico en los últimos tiempos a causa de los improperios que recibe desde las redes sociales y, también, de la devaluada formación del espectador medio, algo que, en su opinión, explica lo que pasó con el referéndum del Brexit.
Ha tenido que hacerlo de nuevo ante el final de la tercera y última temporada de
After life. Es un final abierto a la interpretación, es cierto -salvo si se presta atención a pequeños detalles como el de la visita a los niños enfermos de cáncer-, pero apenas una declaración de intenciones menor en el conjunto de una serie que juega definitivamente a poner en práctica un exquisito costumbrismo que ha estado siempre presente dentro de la mejor tradición del cine y la literatura inglesa.
En este sentido, la serie ha ido avanzando en cada una de sus temporadas desde cierto humor irreverente -el protagonista ha perdido a su esposa, tiene tendencias suicidas y ha decidido no callarse cuanto piensa-, hasta una tierna amargura en la que la tragedia es un elemento más dentro de la aceptación de una realidad coral de la que se nutre la acción, más allá del trauma personal del periodista que, finalmente, va abandonando su indolencia y encuentra cierto resquicio de humanidad en las vidas de las personas que le rodean a diario. Y tal vez sea ése, y no la falta de humor -como se le ha criticado-, el principal escollo en el tramo final de
After life, que sin dejar de ser una serie excelente, rezuma el amor que Gervais ha depositado en cada uno de los personajes creados, y sobre los que derrama desde una inesperada generosidad la esperanza de una vida que no se detiene ante nada y ante nadie, pero que está ahí para sorprendernos a diario.
Puede que no sea hilarante, puede incluso que su pretendido tono trágico y su reiteración argumental, causen cierto agotamiento, pero no dejan de ser las señas creativas de un tipo tan impredecible como Gervais, que parece haber encontrado la madurez narrativa con este perdurable trabajo.