Lejanos, muy lejanos, parecen ya los tiempos en que el Festival de Otoño de Jaén era cita inexcusable para muchos aficionados a la música de verdad. Unas fechas para señalar en el particular calendario cultural de la ciudad. Con el cambio de colores en el Ayuntamiento, lo que antes levantaba gran expectación, ahora lo único que provoca es indiferencia. Y es que, el gran lunar de esta 9ª Edición, que se nos fue para siempre el pasado lunes, ha sido la escasísima asistencia de público. No logro entender el por qué los jienenses corrían a ocupar su butaca en la cochambrosa Aula Magna de nuestra Universidad cuando arrancaba el Festival, y ahora, recién estrenado nuestro Teatro-Búnker, den la espalda a una programación, que como todos los Festivales, tenía cosas buenas y no tan buenas, y donde tuvimos la suerte de asisitir a dos conciertos verdaderamente memorables. El gran Arte siempre ha sido algo minoritario en esta olvidada urbe, pero la realidad es que en estos momentos está en vía de extinción. Me niego a pensar que la Cultura entiende de políticas, de colores, de simbologías de izquierdas o de derechas… porque si esto fuera así, ¡apaga y vámonos! Con estos sí voy, pero con los otros dejo de ir. ¡De locos!
Qué puede hacer el equipo de gobierno para atraer de nuevo a los jienenses a su otoñal Festival (si es que de verdad quiere recuperarlos e ilusionarlos, claro). Lo primero, y más importante, creer en lo que se hace y en lo que se programa. Resulta irónico que sea más fácil ver al responsable de la Cultura de la capital en una corrida de toros, que asomando su nariz por alguno de los conciertos programados. Algo está fallando, cuando se le escapa vivo uno de los mejores pianistas de este país, Josep Colom, que nos regaló el pasado viernes un recital inolvidable. Premio Jaén de Piano en los años setenta, podía haberse hecho una entrañable foto para los periódicos, haber dado una rueda de prensa conjunta para hablar de su carrera y de lo que supuso su juvenil paso por esta ciudad, que fue la pionera en encumbrar su arte. En fin, tener ganas -por lo menos- de hacer algo con un mínimo contenido cultural, y no, en cambio, programar una serie de conciertos con el fin de cerrar algunas bocas y dejarlo a la deriva, como un barco sin tripulación.
Es fantástico que en nuestra ciudad existan el Lagarto Rock, los Ciclos de Rock con sus mesas redondas, la Liga de Rock o el Mundial del Rock. Estupendo, pero por qué no se hace lo mismo con la música eterna, esa que no pasa de moda y que con siglos de existencia sigue a la cabeza de los discos más vendidos. ¿Es que nuestra capacidad cerebral debe limitarse a lo que dictan las leyes de la publicidad y la televisión? ¿Es que los que manejan los hilos carecen de conocimientos en esta materia? Vivimos en un mundo rodeado de asesores, ¿por qué no se crea un comité de ellos, de carácter no lucrativo, para ver las distintas ofertas musicales que se presenten al Festival? ¿Por qué no eliminamos esas ridículas hojitas y se apuesta por unas elaboradas notas a los programas para ayudar a entender -al menos “docto”- las obras que va a escuchar, y fomentar así la intelectualidad musical? ¿Por qué no se planifican actos que ayuden a publicitar el Festival? ¿Por qué no se dan ruedas de prensa con los intérpretes que participan? ¿Por qué no se fomentan en el olvidado Teatro Darymelia, coloquios sobre música, audiciones comentadas de las obras que se van a escuchar, o se proyecta y explica una versión de la ópera a la que se va a asistir el día próximo? En fin, un poco más de compromiso y de ganas de hacer cosas con la “clásica”. No sólo de hamburguesas y de Jesucristos Superstar se debería de alimentar nuestro intelecto.
En lo artístico, este ya finiquitado IX Festival de Otoño, nos ha dejado dos conciertos memorables. El 29 de Octubre nos visitaba el Cuarteto Kopelman, con ese genio del violín a la cabeza, por nombre Mikhail Kopelman, que nos regaló un escalofriante y fascinante Octavo Cuarteto de Shostakovich. Y legendaria ya, la figura tranquila y elegante del pianista catalán Josep Colom, con un recital de esos que son para toda la vida, de la mano de dos gigantescos popes del piano: Chopin y Liszt. Entre medias, también nos visitó en la noche de Halloween, la figura vampírica de Frans Brüggen, uno de esos músicos obsesionados con la verdad, en vez de estar obsesionado con la emoción. Nos presentó un Beethoven (Sinfonías 5 y 6, nada menos) de sonido raquítico y frío, con olor a cuarto de baño recién saneado. Acordarnos también del Quinteto Celibidache, que solo por llamarse así merecen ser nombrados. Intenso y espléndido el Quinteto para cuerdas en Do mayor de Schubert que nos regalaron. Sin olvidarnos del oscuro y hermoso Webern que nos dejó la Orquesta de Cámara de Munich.Y poco más, que merezca la pena recordar. Ojalá que el año que viene sigamos dando algún que otro pasito más hacia adelante. Y ojalá, que no pasen otros 365 días para poder volver a escuchar Música con mayúscula.