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¿Qué panorama televisivo nos espera?

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Decía un sabio amigo que “hay gente que no sabe estarse quieta”. En la clase política, con protagonismo indudable del Gobierno, hay abundantes ejemplos. ¿Funciona? Pues entonces, desmóntese. Primero, el Ente fue Corporación, luego se le quitó la publicidad, a continuación la polémica –por decir lo menos– sobre el traslado de sede y ahora, finalmente, la sustitución de Luis Fernández, todo un profesional, por Alberto Oliart, todo un ex ministro. Con una brillante trayectoria al servicio del Estado en los tiempos, tan recordados, de la Unión Centro Democrático.

Pero hoy, con 81 años, ajeno por completo al negociado televisivo y a las nuevas tecnologías, Oliart no parece el hombre adecuado para pilotar los nuevos tiempos del apagón analógico, las nuevas fórmulas de sustento de la televisión pública y la irrupción de internet en las fórmulas clásicas televisivas: todo dependerá, claro, de a quién coloque, o le coloquen, como director ejecutivo.


¿Por qué, pues, Oliart? ¿No había una figura más adecuada, más representativa de los nuevos tiempos, en el necesario consenso entre Partido Socialista Obrero Español y Partido Popular? ¿Es lógico que, en una empresa pública deficitaria y que jubila a sus trabajadores a los 52 años, ocupe la presidencia un octogenario, por muy respetable que sea, que sin duda lo es? ¿Hay alguien interesado en debilitar sustancialmente la televisión pública? Pues que lo digan. Ese es un debate pendiente desde hace casi dos décadas. Pero siempre se ha preferido mantener la selva audiovisual, sometida a todo tipo de arbitrariedades, montajes políticos y maniobras incluso desde la mismísima Moncloa. La última, la aprobación por decreto, nada menos que en un Consejo de Ministros un 13 de agosto, de las TDT (Televisión Digital Terrestre) de pago, contra el criterio del Consejo de Estado.

A Luis Fernández hay que reconocerle que supo mantener a Radio Televisión Española en una independencia política que no había tenido con gobiernos anteriores, a lo que le ayudó no poco el equipo de informativos. Pero también mantuvo, si es que no agravó, el caos económico de un ex Ente que acumuló una deuda increíblemente millonaria. Puede que haya que redimensionar la radio y la televisión públicas –no solamente las estatales, claro, sino también las autonómicas, las locales de municipios...–; pero ábrase ya el debate.

Puede que los contenidos de estas teles, todavía analógicas, no sean los más adecuados, puede que las fusiones entre las cadenas privadas -algunas de las uniones que se han planteado eran, o son, antinatura- sean obligadas; entonces, en ese caso, respétense las reglas de la competencia y renuncie el Gobierno, los gobiernos, a meter mano en el asunto...

En fin, que la renuncia de Fernández, sean cuales fueren los verdaderos motivos, evidencia el estado de caos en el que se encuentra la cosa audiovisual. Y no parece que vaya a ser el veteranísimo señor Oliart, por quien vuelvo a expresar todos mis respetos, quien pueda venir a poner orden en un cotarro que tanta gente quiere alborotar.

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