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Doñana 50 años

Veraneo salvaje en el Coto

Durante años, los vecinos de la comarca construyeron chozas en la playa para pasar el verano al fresco y con total libertad, como auténticos jipìs.

Publicado: 07/06/2019 ·
10:27
· Actualizado: 07/06/2019 · 13:04
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Autor

Jorge Molina

Periodista, escritor y guionista. Y siempre con el medio ambiente como referencia

Doñana 50 años

Doñana cumple 50 años como parque y es momento de contar hechos sorprendentes

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En los 50 kilómetros entre Sanlúcar y Mazagón, la virginidad de la playa es completa. Excepto los 5 kilómetros de costa urbanizada, y es de lamentar que con poquísimo gusto, en Matalascañas. Pero esto no nos interesa, vamos a centrarnos hoy en el veraneo en La Higuerita (como antes se llamaba con más propiedad a Matalascañas), cuando no existía ningún hotel. Porque, en efecto, muchísimas familias llegaban a la arena de Doñana a pasar el verano con un estilo que podría calificarse como jipi.

Las familias con cierta posibilidad económica (funcionarios, tenderos, algunos agricultores o profesionales liberales, que se decía antes) de los pueblos cercanos a Matalascañas -en particular Pilas y Villamanrique- cogían en julio camino hasta la playa en camiones o autobuses. La ruta discurría por en medio del Coto, no existía carretera alguna, acababa en Almonte. Pasaban por la laguna de Santa Olalla, hasta llegar al cordón de dunas. Era el momento de las mulas y los tractores, únicos capaces de superar esa, en apariencia, simpática barrera, que en realidad suponía una penosa muralla.

Una vez en la playa, se completaba el operativo con el alojamiento ¿Y de qué manera? Pues allí estaban unos señores de Pilas prestos a construirlos. La familia decía lo que deseaba (cocina, salón y dos dormitorios, por ejemplo), y los pileños construían con madera y matorral en el techo la residencia solicitada. Para después cobrar. El aspecto del centro vacacional era una larga fila, de algunos kilómetros, con estas estancias una junta a otra. Así nació lo hoy llamado Matalascañas.

El agua era el menor de los problemas. El acuífero, famoso por la sobre explotación a la que hoy le someten los agricultores hoy día, estaba tan cerca de la arena que bastaba excavar metro y medio para hallar agua. Y dulce. Atención a lo asombroso del asunto: agua dulce a unos metros de la rompiente del mar.

Los vendedores ambulantes se pasaban cada mañana por la zona, claro. Desde pan a pilas para las radios vendían a los veraneantes, que se encargaban a su vez de pescar o intentar pillar algún conejo del coto si no miraban los guardas.

Alguna de las chozas se dedicaba a bar, incluso se hicieron famosas las timbas de cartas en uno de esos chambaos, donde sonaba flamenco y la juerga (sin altavoces) resonaba en la noche de La Higuerita para sorpresa de la fauna, y desesperación de los veraneantes contiguos.

Imaginen la diferencia de paisanaje entre estos veraneantes y quienes se alojaban en el Palacio de Doñana o el en el de Marismillas, con el confort del personal de servicio, las habitaciones en el piso de arriba, y los caballos prestos para ir al baño. Eso sí, los mosquitos picaban por igual en ambos sitios.

En la prensa sevillana de agosto de 1932 podía leerse este curioso eco de sociedad: «Con motivo de la temporada de baños son numerosas las familias que se han trasladado a la vecina playa de Matalascañas, de donde llegan noticias de que está aquello concurridísimo este año y muy agradable».

En 1965 se construyó la carretera, y en 1966 la empresa Playas del Coto de Doñana, S.A. presentó el Plan de Ordenación de la urbanización de Matalascañas, que fué declarada en 1968, Centro de Interés Turístico Nacional por el Ministerio de Información y Turismo, declaración que amparaba e impulsaba decididamente el proyecto, cuya ejecución se inició en 1972.

Pero las chozas siguieron allí. Es más, llegaron a alojar a 30.000 personas, que le habían cogido el punto a este veraneo low cost y con una forma de vida parecido a lo que podría ocurfrir en la California más lisérgica. Eso sí, escuchando a Farina. Todo el asunto quedó acabado en 1982, cuando el disparate era tal que el Gobernador civil ordenó el derribo de semejante campamento sioux, en el que algunos eran dueños de 42 de estas chabolas de veraneo pues, claro, la avaricia siempre se da. Y la ira, pues el alcalde de Pilas acusó al de Almonte de ser el impulsor, para beneficiar a los hoteles de su pueblo.

En un reciente exposición de fotos sobre este veraneo, desde Pilas se quitaba hierro al asunto: «La pacífica sintonía de los pueblos de la zona de Doñana, que desde los siglos pasados han sabido mantener una relación de convivencia fructífera y respetuosa con el medio natural, lo que hoy llamamos sostenibilidad». Pues, ea, ahí quedó.

(Más información y fotos en www.donana50.es)

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