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Lunes 25/11/2024
 
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Palabras en Libertad

Ignacio Echeverría y la vergüenza de la política

No podremos sentir confianza en gobiernos y políticas que, además, han contribuido a crear estos monstruos

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La trágica muerte de Ignacio Echeverría, cuyo cadáver por fin fue trasladado a España desde Londres y ya reposa en Las Rozas de Madrid, nos ha servido para calcular el extremo al que puede llegar el compromiso individual y la solidaridad con la gente. Sin temer al riesgo, sin evaluar los costes, sin hacer una previsión racional del alcance de su decisión, Ignacio abordó a un terrorista con su patinete y trató de salvar la vida de una mujer a la que estaban acuchillando. El impulso de solidaridad produjo un resultado confuso: rescató la vida de la mujer agredida, y él perdió la suya al ser atacado por un segundo yihadista que lo asaltó por la espalda, donde le hundió su cuchillo.

Todos nos enfrentamos a decisiones dramáticas en algún momento. Todos debemos decidir, en algún instante de nuestra vida, qué hacer en circunstancias sobrevenidas, difíciles y que exigen una respuesta firme. Pero no todos reaccionamos de la misma forma. Al contrario, son excepcionales aquellos cuya respuesta se basa en hacer el bien por encima de cualquier evaluación posible del alcance de la responsabilidad que se asume.  Esa actitud natural, ese esfuerzo por resolver un problema, ayudar a una víctima, actuar frente al mal, que se encarna en la acción solidaria y humanitaria de Ignacio Echeverría, no puede considerarse más que como un gesto surgido del corazón, del alma. Se trata de un acto de humanidad cuya espontanea ejecución siempre alberga el riesgo de la fatalidad como consecuencia final. 

Si algunos se preguntan cómo podemos responder a esta nueva plaga de malvados que atacan criminalmente a nuestros vecinos y amigos que pasean por las calles, la respuesta la encontraremos más en la mirada alegre de Ignacio en las fotografías difundidas por su familia que en las ruedas de prensa de los políticos, cuya mezquina medición de las consecuencias a las que se exponen sus carreras cuando se produce una tragedia como la de los atentados de Londres, sonroja a cualquier persona de bien.

Mientras la moralidad no presida la vida pública – May, ministra del interior que suprimió efectivos policiales o Corbyn,  siempre con esa indecente búsqueda de explicación profunda tras el terrorismo que nos es tan familiar a los que hemos padecido el terror de ETA -, serán los esfuerzos profesionales de los agentes de la seguridad los que nos conduzcan por el turbio camino de los ataques, y serán los actos individuales de los héroes anónimos los que nos salven en situación extrema de los hechos criminales que padezcamos. Pero no podremos sentir confianza en gobiernos y políticas que, además, han contribuido a crear estos monstruos que, abrazados a la religión, se sienten propietarios del derecho a decidir quién vive y quién no.

Ignacio Echeverría nos ha enseñado mucho con su acto heroico, y sobre todo ha dejado a la vista todo lo que otros no querían que supiésemos sobre aquellos en los que depositamos el gobierno de nuestros intereses.

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