En el verano de 1967, cuando yo contaba doce años de edad, recorrí con mi padre el cementerio Père Lachaise de París, uno de los espacios monumentales de obligada visita en la capital de Francia, donde reposan los restos de una multitud de celebridades: desde Pedro Abelardo y Eloísa hasta Marcel Proust, pasando por Molière, Balzac, Delacroix, La Fontaine, Nerval, Modigliani, Gertrude Stein, Chopin, Oscar Wilde, Giacomo Rossini, nuestro Manuel Godoy, Isadora Duncan, Edith Piaf y el ciento y la madre. Faltaban entonces cuatro años justos para que el poeta Jim Morrison, líder de la legendaria banda The Doors, diera con sus huesos en aquel camposanto: el 3 de julio de 1971. Después de Morrison llegarían, entre otros, Miguel Ángel Asturias, María Callas, Simone Signoret, Yves Montand y Georges Perec.
Recuerdo a un hombre bastante mayor hablándole, con absoluta naturalidad, a un busto que, sobre un pedestal, se levantaba en una de las tumbas de la división 44. Mi padre me explicó que allí estaba enterrado Allan Kardec, el codificador del espiritismo, teoría fantástica de la que yo conocía cosas por la lectura de novelas policíacas inglesas. También tenía yo información de que Scotland Yard recurría a los servicios de ciertos médiums en casos desesperados. Incluso la CIA y el KGB. Desde mi más tierna infancia me interesaron, quizá en exceso, tanto el crimen como el espionaje. O los turbadores secretos de los conventos femeninos de clausura y los extraordinarios acontecimientos que en ellos ocurrían.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, el mundo occidental vive la expansión del positivismo científico y la mentalidad materialista. En la otra cara de la moneda, resurge una irrefrenable inquietud por los misterios que pudieran aguardar al ser humano después de la muerte. Ya en 1847 se habían producido los extraños fenómenos de Hydesville (NY, USA), en casa de la familia Fox, con aquellos temblores de las paredes, los muebles volando, los porrazos a diestro y siniestro, etc. Kardec, seudónimo de Hippolyte Léon Denizard Rivail (1804-1869), fue el que sistematizó la llamada Doctrina Espírita, definida como “La ciencia que trata la naturaleza, origen y destino de los Espíritus, así como sus relaciones con el mundo corporal”, la cual, filosóficamente, “comprende todas las consecuencias morales que dimanan de esas mismas relaciones”. Todo este desconcertante aparato de ideas fue desarrollado por Kardec, entre 1857 y 1868, en cinco tratados que configuran el Pentateuco Kardecista: auténtico evangelio del espiritismo en el que se exponen los fundamentos y la praxis del asombroso reino de los fantasmas. Allan Kardec, que al principio se mostró escéptico, dijo: “Yo creeré cuando vea, y cuando consiga probar que una mesa dispone de cerebro y nervios, y que puede tornarse sonámbula”.
Veladores parlantes, tableros de güija, ectoplasmas, psicofonías, reencarnaciones, poltergeist y demás gatuperios y espectáculos. Los avances tecnológicos han venido, en determinadas condiciones, a fortalecer el obsesivo deseo del hombre por descubrir los enigmas del más allá. Un deseo, al día de hoy, más agitado que nunca, cuando se mezclan —en sulfúrico y cibernético potaje— magia, ciencia y religiones. Así ha sucedido a lo largo de toda la historia, desde la época de las cavernas y antes del fuego. La superstición y la credulidad son valiosos instrumentos de los que el poder se sirve para manipular a las sociedades: por eso se fomentan tales estantiguas. Pero de igual manera los gobernantes consultan, a escondidas, a videntes y brujos; y esto es algo que se acaba sabiendo: aunque no tenga nada que ver con la verdad ni con la mentira. El objetivo es sembrar la confusión; es decir, la ignorancia. A ese perverso negocio de de lo quimérico se añade la industria del miedo, generando artificialmente crisis económicas o pandemias.