Los Reyes Magos se han portado este año demasiado bien conmigo. Incluso vinieron antes, porque yo les dije que de promesas ya estaba curado en salud y quisieron demostrarme que ellos sí tienen palabra. De modo que, gracias a los Reyes Magos y sobre todo a nuestro hijo Oscar, que lleva en Australia casi dos años, y con el que solamente hablábamos a través del guasa, mi mujer y yo hemos hecho un viaje inolvidable a aquellas tierras para estar con él un par de semanas.
El mundo al revés, los hijos poniendo los reyes a los padres. Por eso no he escrito estos últimos domingos, cosa que me consta habrá hecho feliz a algunos lectores. Pero, como todo lo bueno acaba, ya estamos aquí otra vez dispuestos a decir lo que a esta loca cabeza se le ocurra. Hoy les voy a hablar de ese viaje precisamente, porque ya saben que no tengo secretos para ustedes y les cuento hasta cuando me ponen la camisa de fuerza. Así que cogimos el avión, nos sentamos y nos tragamos veintitantas horas de vuelo hasta llegar a Australia.
Aquello está tan lejos, que, si hiciéramos un boquete en la calle Real (que por cierto es lo que le faltaba), saldríamos por allí más o menos. Hemos estado en la ciudad de Perth, que es la más occidental de Australia. Pedazo de ciudad. Limpia, luminosa, amplia, moderna, bien planificada…Le puedo asegurar a José Carlos Fernández, cuyo último libro “La Isla. Lucha o revienta” me leí en el avión, que allí no hay ni que luchar ni que reventar, porque, entre otras cosas, hay cerebro y voluntad de hacer algo más que buscar votos para seguir calentando sillones. Nos llevan muchos años de ventaja. Demasiados.
Ahora es verano puro y duro con temperaturas de 40 grados para arriba. No estaba yo acostumbrado a ir a la playa en enero, pero las costumbres también pueden cambiar de golpe cuando nos aprieta la calor. Claro que en la playa este loco se acordó de La Isla, aunque comparar aquello con La Isla es comparar el orden más riguroso con el caos más caótico.
Muchas cosas me llamaron la atención. Entre ellas, parece como mentira, el autobús que recorre la ciudad de un extremo a otro, es gratis. Y no crean que los canguros, como algunos creen, van saltando por las calles. No. Las playas de allí son de arena más blanca que la de Camposoto y de unas extensiones increíblemente enormes. Abundan los tiburones blancos, aunque a mí no me han hecho nada y vengo con mis dos piernas intactas. Pude ver con mis propios ojos otras diferencias. En Perth no tiemblan las losetas de las calles como aquí, ni los perros cagan con la abundancia como aquí lo hacen, ni hay en la entrada de la ciudad una casa de la Cruz Roja hecha ruinas. Uno no puede evitar acordarse de La Isla allá donde vaya, aunque en este caso las comparaciones sean más odiosas que nunca.
Es verdad que hay que tener en cuenta que en Perth no existe el paro y que al entrar por la frontera te registran hasta los dobladillos. Pasamos una semana en Perth y después nuestro hijo nos llevó a conocer Indonesia. Fuimos a la isla de Bali. Aquello tampoco se parece a La Isla, pero esta vez me quedo con mi tierra. Bali es de una pobreza impresionante, aunque de un colorido fantástico. Todo verde por las continuas lluvias. Las motos y los altares a los dioses hindúes inundan las calles. Eso sí, suciedad por todas partes y una forma de vivir sobre la marcha que da miedo. Allí, cuando vas a comprar algo, el regateo es casi obligatorio, y, si no negocias, a ellos les extraña.
En Bali celebramos la Noche vieja y, gracias a que allí no hay Canal Sur, pudimos escuchar las doce campanadas completas una detrás de otra. Bueno, no les canso más. Les podría contar mil cosas de un viaje que es para recordar, pero todavía me baila la cabeza por los cambios de horas, aunque vengo loco de contento por haber estado con mi hijo unos días inolvidables..