Que España es un país de cotillas no es decir nada nuevo. Somos los que prácticamente hemos inventado la llamada prensa rosa, el interés desmesurado por las vidas de los famosos ha llegado a alcanzar cotas increíbles.
Que España es un país de cotillas no es decir nada nuevo. Somos los que prácticamente hemos inventado la llamada prensa rosa, el interés desmesurado por las vidas de los famosos ha llegado a alcanzar cotas increíbles.
Pero los famosos no son los únicos en padecer el cotilleo. Todos somos o hemos sido, en algún momento de nuestras vidas, víctimas propiciatorias de los/las cotillas.
En las grandes ciudades, donde el anonimato queda amparado entre el gentío, es más fácil que uno tenga su propia vida sin que los vecinos o cualquiera ajeno a uno siga su vida sin tener porqué preocuparse del consabido “qué dirán”.
En los pueblos eso es más complicado. Las frustraciones que la mayoría padecemos a lo largo de nuestras vidas hacen que nuestra propia existencia nos parezca sosa e insustancial y estemos más atentos a las vidas de los demás, ya sean familiares, amigos o desconocidos, por lo que tendemos a fijarnos en cualquier detalle de las vidas ajenas, ya sean los kilos de más del vecino del 6º o en el último modelito de la amiga de tu cuñada y nos empecinamos en dar consejos que no nos han pedido o en publicar opiniones que no nos han preguntado haciendo, la mayoría de las veces, un daño irreparable a la moral y al estado de ánimo de los criticados.
Lo extraordinario del tema es que nunca estos cotilleos se producen en forma de frases laudatorias para los cotilleados, sino todo lo contrario. Habitualmente suelen ser calificativos lapidatorios los que se dedican a estas pobres víctimas ajenas, la mayoría de las veces, a este deporte nacional.
En estos casos, cuando la víctima es un famoso, lo habitual es que la cosa acabe en los tribunales exigiendo cantidades astronómicas que sirvan para indemnizar el honor y el buen nombre de la persona vilipendiada. En los casos de los ciudadanos de a pie, la cosa suele terminar en tablas mediante la aplicación a los cotillas de la misma medicina, es decir, lanzando a los cuatro vientos el correspondiente rumor o vituperio, justificado o no, que equilibre el conflicto interpersonal aunque sea a nivel de conciencia. Es el consabido “y tú más”.
Si usted, querido lector, también ha sido víctima de las críticas que por su propio bien familiares o amigos le han dedicado desde el cariño y se ha sentido ninguneado e incomprendido sepa que, según las más avanzadas investigaciones en psicología social, para poder sobrevivir a semejante situación tendrá que reunir tres requisitos: poseer una elevada autoestima, tener un cociente intelectual por encima de la media y disfrutar de una gran firmeza ideológica lo que, traducido al idioma de la calle sería algo así como tenérselo muy creído, ser un listillo y ser bastante cabezota, o al menos eso sería lo que pensarían de usted las personas de su entorno y algunos incluso osarían decírselo a la cara.
Por desgracia, tanto para los famosos como para los demás, el interés por criticar las vidas ajenas es común a todos los estratos y grupos sociales, y la remota esperanza de que nos dejen en paz a los anónimos ciudadanos de a pie se ha quedado en eso, en remota.
Quizás la raíz de todo esto que les cuento sea el egoísmo y la falta de empatía social imperante en estos tiempos. Seguramente, si todos tuviéramos más capacidad para ponernos en el lugar del otro y de comprensión y respeto hacia su situación y condición, estas avalanchas de críticas demoledoras gratuitas no tendrían cabida. Pero por desgracia, el ser humano tiende a ver el mundo y la vida en general sólo detrás del cristal con el que cada uno mira su entorno, incapaz casi siempre de observar las situaciones personales con otros cristales, con otros prismas que no sean el suyo propio. Es verdad que no hay nada nuevo bajo el Sol, ya en la Biblia se decía lo de “hay quien critica la paja en el ojo ajeno y no ve la viga en el propio”. Qué poco hemos evolucionado en más de dos mil años.