La reescritura en clave erótica del cuento del Castillo de Barba Azul, una vampiresa que muerde el cuello de un joven oficial, una versión sadomasoquista de Caperucita Roja: el espíritu libertario de Angela Carter (Eastbourne, Sussex, 1940 - Londres, 1992) y la revisión que hizo de los cuentos de hadas en La cámara sangrienta (Editorial Sexto Piso, 2014) sigue siendo tan impactante hoy en día como cuando apareció por primera vez, en 1979.
La cámara sangrienta ha sido descrita como una colección de cuentos de hadas, reescritos por su autora en clave feminista y subversiva. En justicia, no se trata de meras reescrituras, sino de nuevas historias. Tampoco son cuentos de hadas al uso, o al menos no para niños. Subversivos y feministas, sin duda. Las heroínas de sus cuentos luchan contra y consiguen zafarse de las camisas de fuerza de la historia y la ideología. Sus protagonistas tienen menos que ver con Blancanieves o La bella durmiente que con la Justine (1787) del Marqués de Sade (1740-1814).
En ellas, la pasividad no es una virtud. La mujer en los cuentos de Angela Carter no es un mero objeto de deseo. La heroína sin nombre en la primera historia de La cámara sangrienta, de título homónimo, parece una virgen sacrificial. Lleva un vestido blanco, habitualmente destinado a la inmolación; sin embargo, logra burlar su destino durante la narración, y termina por escapar al sacrificio. La historia se desarrolla en un castillo junto al mar, en una Francia finisecular que nos recuerda a De Sade y su castillo con cámara de tortura, a la fortaleza rodeada por un lago y repleta de vírgenes de Las 120 jornadas de Sodoma (1785).
En “La dama de la casa del amor” se reescribe un cuento de vampiros. Al comienzo del relato, una inquietante dama pasiva y angustiada se hace a sí misma esta pregunta: “¿El pájaro sólo canta la canción que sabe? ¿O puede aprender una nueva”, mientras “pasa una uña larga y afilada por los barrotes de la jaula donde su alondra canta, causando un tañido plañidero que parece un punteo en las cuerdas del corazón de una mujer de metal” (p. 129). Se trata de una vampiresa que acabará dando buena cuenta del cuello de un joven oficial del ejército británico que explora en bicicleta las tierras altas de Rumanía. “No tiene boca para besar; no tiene manos para acariciar; sólo tiene los colmillos y las garras de un depredador” (p. 144).
Los últimos tres cuentos los protagonizan hombres lobo que reelaboran la historia de Caperucita Roja, atesoran variantes del cuento a lo largo de diferentes siglos y dan vueltas de forma compulsiva a las figuras del hombre lobo, la anciana y la joven. “El hombre lobo” es corta y brutal. Su tono, escalofriante. La niña corta la pata del lobo para descubrir que en realidad es la mano de su abuela. La anciana ha sido apedreada hasta morir, como una bruja. “Desde entonces, la niña vivió en la casa de su abuela. Y prosperó” (p. 150).
“La compañía de los lobos” es más largo, menos sombrío. Sus primeras páginas son una especie de un ensayo sobre la figura del lobo, “la encarnación del carnívoro” (p. 153). No es sino hasta más de un tercio del relato que comienza la narración de Caperucita Roja. Al final del cuento, Caperucita Roja se niega a sentir miedo (“La muchacha rompió a reír; sabía que ella no era la carne de nadie”) o asco (“Ella apoyará la espantosa cabeza del lobo en su regazo y le quitará los piojos de la pelambre y quizás, cuando él la desafíe a comérselos, se los lleve a la boca y se los coma en una salvaje ceremonia de matrimonio”), y termina durmiendo “profunda y plácidamente” en la cama con el ahora “tierno lobo” (p. 163).
Por último, “Lobalicia” regresa a territorio gótico y la tenebrosa mansión de un duque hombre-lobo. Se cuenta la historia de una niña salvaje amamantada por lobos. Una vez más, hay un rechazo a sentir disgusto por los piojos y una aceptación de la naturaleza animal en la evocación de “el edén de nuestros primeros días, donde Eva y el cascarrabias de Adán gruñendo descansan en un campo de margaritas, quitándose los piojos uno al otro” (p. 172). Cuando el duque hombre-lobo está herido de bala, Lobalicia lo salva lamiendo con ternura la sangre y suciedad de su rostro.
Angela Carter sabe extraer el contenido latente en las historias tradicionales y utilizarlo como punto de partida para una nueva historia. La narración reverbera de sensualidad. Por contraste (o tal vez a causa de ello), la autora se centra en lo material: “Y cada caricia de su lengua me arrancaba una capa nueva de piel, todas las pieles de una vida en el mundo, dejando atrás una incipiente pátina de brillantes pelos. Mis pendientes se volvieron de agua y corrieron por mis hombros. Yo me sacudí para quitarme las gotas del precioso pelaje” (“La novia del tigre”, p. 92).
Angela Carter ama la parafernalia del lujo, su lenguaje es rico en metáforas. Su imaginación es sobre todo visual. Se mira en Baudelaire y los poetas simbolistas del siglo XIX, así como en los surrealistas franceses del siglo XX. La cámara sangrienta está llena de signos, símbolos y significados. El diálogo es escaso, cuando no inexistente. Su autora sabe sacrificar lo natural en beneficio de lo sobrenatural: “Las lágrimas de la Bella cayeron sobre el rostro de la Bestia como si fueran copos de nieve y, bajo su suave transformación, los huesos asomaron bajo el pellejo y la carne, bajo el ancho y leonado ceño. Y ya no hubo león entre sus brazos, sino un hombre” (“El cortejo del señor león”, p. 69).
Tuve la oportunidad de leer La cámara sangrienta como alumno de literatura inglesa en la Universidad de Sevilla, en los años noventa del pasado siglo, y aún recuerdo la sorpresa, cuando no la hostilidad, que provocaba en un número significativo de estudiantes su lectura, ultrajados al reconocer los cuentos de su infancia re-configurados como historias de sexo y violencia. La imaginación juvenil, sin embargo, es por naturaleza feroz y apetitiva, y nadie que no sea joven (al menos en espíritu) sabrá apreciar el contenido sexual y la violencia implícita en estos relatos.
La cámara sangrienta es una colección de cuentos crueles, fabulosos relatos que tienen que ver con la imaginería del inconsciente. Las ilustraciones a cargo de Alejandra Acosta en la edición de Sexto Piso actúan a modo de diamante que sabe refleja y refracta estos retratos sobre el deseo y la sexualidad (la sexualidad femenina heterosexual), contados, de manera inusual para la época, 1979, desde un punto de vista femenino y heterosexual. En una época conservadora y pacata como la nuestra, la provocación de Angela Carter es más necesaria que nunca.