La Monumental de Barcelona bajó ayer el telón de su historia por obra y gracia de unos extremistas que asemejan las corridas de toros a una especie de crimen de Estado pero que miran para otro lado cuando esos mismos animales son sometidos a infames torturas en la Cataluña profunda.
El cierre del coso propiedad de la familia Balañá -el mero placer en definitiva de desterrar de Barcelona una fiesta de marcado acento españolista-, va a suponer un coste multimillonario a las arcas de la Generalitat, que ahora tendrá que indemnizar al empresario por el lucro cesante de una actividad para la que disfrutaba de todos los permisos administrativos.
No sé yo si los 500 millones de euros que pide Balañá serán sufragados a escote por quienes en estos últimos años han venido acosando de manera sistemática a los usuarios de la plaza de toros. No lo creo.
Claro que siempre queda la posibilidad de que la Monumental de Barcelona siga ofreciendo corridas de toros, saltándose a la torera la legislación catalana. Así seguiría el ejemplo de la Generalitat, que no tiene rubor alguno en pasarse por su arco del triunfo las resoluciones del Supremo o el Constitucional.
Poco amparo moral tendría la administración catalana en caso de pretender imponer la legislación cuando un día sí y otro también basa buena parte de su acción de gobierno en el pisoteo de las resoluciones de las más altas instancias judiciales.
Los aficionados catalanes pueden ponerse el mundo por barretina o cruzar los Pirineos para disfrutar de lo que su tierra les prohibe. Ya ven, Franco les mandaba a Perpiñán a ver El último tango y ahora son otros quienes les muestran el camino francés para admirar a Tomás y Morante.