Las circunstancias actuales son adversas para el hombre medio, pero no menos de lo que, en su esencia, lo han sido siempre. Somos arrojados a la existencia. Somos pura eyección. Este hecho preliminar, raigal, no ha mutado su fisonomía incierta ni sus perfiles trágicos. Pero la diferencia entre épocas no tan pretéritas y la presente radica en un espejismo: haber dado por supuesto que los derechos humanos, los derechos laborales y la felicidad terrenal eran aspectos naturales, inherentes a la realidad, como si verdaderamente no hubieran sido conquistas que han costado guerras, muertes, represión política y oprobio. Como si la dialéctica amo/esclavo hubiera sido barrida por completo del devenir histórico del hombre.
Cada día me muestro más convencido de que el proletariado no ha muerto en cuanto fenómeno social opuesto a las clases opulentas y dominantes, hoy encarnadas por los loobyes financieros globalizados. Por tal motivo es una obligación moral llamarlo por su nombre. De hecho, resurge su imagen más paupérrima: otra vez vemos a personas hurgando entre los cubos de basura y alimentándose de desperdicios. Otra vez una generación entera de jóvenes se ven abocados a la tesitura de vivir atrapados en un sistema que te da con una mano aquello que con la otra te quita.
Si el proletariado no ha muerto, ¿qué le había sucedido? Simplemente ha estado mejor alimentado, mejor instalado en condiciones materiales de vida. Esta confortabilidad ha nutrido la creencia de que, por derecho propio, sin necesidad de esfuerzo alguno, podía aspirar a su mantenimiento libre de los influjos poderosos –peligrosos- de los requerimientos culturales que impone el sistema capitalista.
Así, el craso error cometido por la izquierda ha estribado en bajar la guardia por su flanco más débil, es decir, tolerar una transmutación enorme de la conciencia de clase hasta desembocar en la pérdida de identidad colectiva del grupo social mayoritario que, por cierto, es el que mueve la maquinaria oculta de la historia, pues es quien transforma la materia. ¿Qué sería de la abeja reina sin los zánganos?
Dicho error certifica que la ignorancia sigue entremetida en los pliegues de la ideología de izquierdas, como una costra. Sea en su forma de partido político, sea en su vertiente sindical, la izquierda se ha institucionalizado hasta tal punto que ha dejado de ser reconocible. Parafraseando a Ortega y Gasset, es una “izquierda-masa” en tanto que ha dado por hecha la permanencia de las conquistas sociales. La triste paradoja es que ha de ser la izquierda, ahora, quien asuma la responsabilidad pública de erosionar dichas conquistas. No vislumbró las enormes exigencias que el sistema viene implantando desde la década de los ochenta del pasado siglo, obligándola a un repliegue descomunal.
¿Hay futuro para el obrero? Sin duda lo hay: más que nunca, el de seguir siendo obrero. Por lo tanto, es el destino implícito al hecho de aceptar que no puede abandonar su faz reivindicatoria, no puede dejar en manos ajenas el diagnóstico de su destino ni los medios para hacerlo real. Muerto dios y defenestradas las religiones, la acomodación consumista ha sido su opio renovado, el instrumento letárgico de su conciencia, la anestesia a su miedo ancestral al hambre, y, por ello mismo, el virus que poco a poco ha devorado desde la raíz al paradigma democrático aparecido tras la II GM. Hay futuro para el obrero: debe alzar la voz de nuevo, pero no para quejarse en los grandes almacenes.