¡Qué curiosa es la historia! Acabamos de celebrar en Cádiz, dentro de la etapa de la presidencia Española en la Comunidad Europea, unas jornadas dedicadas al Foro de la Mujer, en la que se han venido a decir muchas cosas, entre ellas que la recuperación de la economía pasa porque haya muchas más mujeres en puestos de gobierno.
Pero yo no quiero hablar del foro ese ni de nada que se le pueda parecer. Para eso está la prensa diaria; yo quiero hablar de cosas más curiosas, más ignoradas, aunque guarden relación con lo que en Cádiz acabamos de celebrar.
Soy un gran aficionado a la lectura y al cine, aunque cada vez voy menos a las salas y menos tiempo me queda para leer, pero me sigo contando entre los adictos a ambos entretenimientos. Una película que me marcó y un libro que me produjo una gran satisfacción fue Rebelión a bordo, El motín del Bounty. Con un Marlon Brandon jovencísimo y atractivo que encarnando al primer oficial Fletcher Christian, conquistaba el corazón de Maimiti, la joven y bella hija del rey de la isla. Y un Trevor Howard haciendo de malvado capitán Bligh.
El Bounty era un carguero que la marina británica compró para transportar plantones del árbol del pan desde las islas de la Polinesia y más concretamente desde Tahití, hasta la isla de Jamaica, en la que pretendían crear una enorme plantación que diera los frutos suficientes para alimentar de forma barata a los esclavos que trabajaban en las plantaciones del Caribe.
El barco zarpó de Inglaterra al mando del capitán William Bligh el 23 de diciembre de 1787, con víveres y quincalla para conquistar el fácil corazón de los nativos. La tripulación la componían cuarenta y cuatro marineros en total, entre los que iban algunos especialistas en jardinería. Las órdenes que recibió el capitán contemplaban la ruta más corta que era pasar por el Cabo de Hornos, y dirigirse rápidamente al Pacífico Sur; pero al llegar a la punta más meridional de Suramérica, se encontraron con un tiempo endemoniado y una enorme tormenta que se prolongó por más de treinta días, les impidió iniciar la travesía del Cabo, por lo que el capitán optó por la ruta alternativa que era doblando el Cabo de Buena Esperanza, en el cono de África. En consecuencia, el viaje se retrasó varios meses y cuando llegaron a Tahití, el 25 de octubre de 1788, la época propicia para el trasplante del árbol de pan, había pasado y uno tras otro, los plantones que los jardineros del barco iban preparando afanosamente, se secaban así que hubieron de permanecer en la paradisíaca isla por un largo espacio de tiempo, hasta que la climatología fuese propicia para hacer los trasplantes.
Por fin, llegada la época, y luego de conseguir que los plantones agarrasen, embarcaron centenares de de ellos, para trasladarlos a Jamaica y el 4 de abril de 1789, zarpó el Bounty con su preciada carga, emprendiendo el viaje de regreso. El capitán Bligh, hombre tremendamente austero e incluso cruel, trataba a la tripulación de forma que en la época era costumbre, infligiendo castigos corporales y, con el fin de asegurar que los plantones sobrevivieran, llegó a racionar el agua de la tripulación para poder regarlos. Esas medidas no convencen al grueso de la marinería y el día 28 de aquel mismo mes, una parte de la misma, encabezada por el primer oficial Fletcher, se amotinan y desembarcan a una chalupa, en alta mar, al capitán y algunos de los tripulantes que le son leales, entregándoles algunos víveres y elementos para la navegación.
Los amotinados deciden volver a Tahití y recoger a algunas de las mujeres con las que han trabado relación a lo largo de los meses que permanecieron en la isla. Luego, se dirigen a la isla de Pitcairn y no lo hacen al azar, es que el oficial Fletcher ha descubierto que su situación en los mapas de la Royal Navy es errónea y la isla no está en donde los mapas dicen, razón por la cual piensa que nunca les encontrarán si se refugian en ella.
Esta historia que parece más una ficción novelesca, es real y los acontecimientos, con más o menos precisión, se relatan en los libros que sobre el hecho se han escrito y se recogen en las diferentes versiones cinematográficas que se han filmado.
Algo más de treinta años después de aquellos acontecimientos, dramáticos ciertamente, ocurrieron en aquellas latitudes otros acontecimientos muchísimo más trágicos.
Esta vez era un ballenero estadounidense que zarpó del puerto de Nantucket, en Massachusetts, en el año 1819, para hacer una travesía de dos años y medio a la caza de ballenas en el Pacífico. Tenía ochenta y siete metros de longitud y desplazaba doscientas treinta y ocho toneladas. Lo capitaneaba un joven de veintiocho años llamado George Pollard, Junior.
El día veinte de noviembre de 1820, varios marineros y carpinteros de a bordo, realizaban labores de reparación de algunos maderos del casco, deteriorados tras la dura travesía a que el velero estaba siendo sometido.
Dicen que los ruidos de los martillazos en los tablones, aumentados por la resonancia del casco y transmitidos por el medio acuático, hicieron creer, a un enorme cachalote macho que se encontraba por la zona, que un rival le desafiaba y enfurecido, atacó al ballenero por dos veces, consiguiendo destrozar parte del casco y hundir la nave, que en ese momento se encontraba a tres mil setecientos kilómetros de las costas de Chile.
Toda la tripulación se pudo poner a salvo usando las tres chalupas que había a bordo y con las que perseguían a las ballenas para darles caza. Les dio tiempo de recoger instrumental de navegación y víveres, pero los veinte tripulantes y el capitán iban hacinados en las tres pequeñas embarcaciones.
Por fortuna, a los pocos días arribaron a la isla Henderson, perteneciente al pequeño archipiélago de las Pitcairn, en donde encontraron alimento y agua, pero los recursos de la isla eran escasos y en pocos días habían esquilmado el exiguo arsenal que la isla les ofrecía y unas semanas después se dispusieron a partir, aunque tres de los marineros prefirieron quedarse en la isla y esperar lo que el destino les deparase.
A bordo de las chalupas la vida era difícil y la desnutrición, además de las diarreas, vómitos, descompensaciones fisiológicas por deshidratación y otras muchas afecciones, fueron mermando la salud de los embarcados, los cuales llegaron a beberse su propia orina.
Los primeros fallecidos fueron arrojados al mar con la típica mortaja de los marineros, pero luego de algunas muertes, la idea del canibalismo se fue apoderando de los supervivientes que entendían un despilfarro innecesario arrojar el cadáver al agua, cuando podía devorarlo.
La antropofagia estabilizó un poco la salud de los náufragos que al no producirse decesos, caían en tal desesperación que hubieron de echar a suertes quien se sacrificaría para que los otros vivieran.
Una tormenta separó las dos balleneras en las cuales sobrevivieron cinco tripulantes, dos en una que fue rescatada por otro ballenero, el Dauphin 95 y los otros tres por el carguero británico Indian, tres meses después del naufragio.
Luego, informaron que en la isla Henderson habían dejado a tres de sus compañeros, los cuales fueron rescatados algún tiempo después, al límite de su resistencia. En total habían comido a siete compañeros, algunos de los cuales se sometieron a dejarse matar para ser devorados por los otros.
El relato de los hechos es verdaderamente estremecedor y lo conocemos gracias a la narración que el primer oficial Owen Chase, uno de los tres supervivientes de una de las chalupas balleneras. Su relato sirvió de inspiración a Herman Melville para su famosa novela Moby Dick y muy posiblemente a Edgar Allan Poe para escribir su única novela, Las Aventuras de Arthur Gordon Pym, embarcado como polizón en el ballenero Grampus, en el que se dan escenas de canibalismo.
Pero sigamos con la historia. Las tripulaciones de los dos veleros, el Bounty primero y los náufragos del Essex, después, recalaron en el mismo archipiélago, el de las Islas Pitcairn, compuesto por otras cuatro islas: Henderson, Oeno, Sandy, Ducie, y naturalmente, Pitcairn, la mayor de todas y la única habitada que es la que le da nombre al archipiélago.
Estas islas fueron descubiertas por primera vez en 26 de enero 1606 por el marino portugués al servicio de la corona española Pedro Fernandes de Queiros y puestas bajo el dominio de España, pero al tratarse de unas islas desiertas no se colonizaron, siendo redescubiertas por un marino inglés llamado Pitcairn en 1767, el cual le puso su propio nombre a la isla descubierta.
En la actualidad en Pitcairn viven cuarenta y ocho personas y el archipiélago constituye la única Colonia Británica de Ultramar, en el Océano Pacífico.
Sus habitantes son los descendientes de los amotinados del Bounty y las doce mujeres tahitianas que los acompañaron hasta aquel refugio.
No es un país, pues ya se dicho que es una colonia británica, pero como quiera que en la actualidad se encuentra en el proceso de descolonización de las Naciones Unidas, casi se le puede considerar un territorio en vías de independizarse y en ese caso sería el país menos poblado del mundo, compuesto únicamente por nueve familias.
Pero no sería esta la única singularidad de este pequeño territorio situado a cinco mil millas de Australia y a mil trecientas de Tahití. De las costas de Chile, lo más próximo del continente Americano, se encuentra a unas tres mil quinientas millas.
Como puede verse, además de algo inhóspito, lejano y despoblado, la isla de Pitcairn dio cobijo a unos amotinados, que en la época en la que sucedieron los hechos eran considerados delincuente de la peor calaña y cuya pena era la muerte en la horca. Fueron numerosos los asesinatos y reyertas entre los habitantes de la población, los cuales recelaban de todos y se disputaban constantemente a las mujeres, cuyo número era menor que el de los varones.
Pero aún así, Pitcairn ha pasado a la historia de la consecución de logros sociales, por ser el primer territorio del mundo en el que se concedió el sufragio femenino, en absoluta igualdad con el de los hombres y eso ocurrió en 1838.
Y es que todo este recorrido por el Océano Pacífico, esas dos venturas náuticas y las terribles y dramáticas consecuencias de ambas, me han servido para llegar, tras ese largo rodeo que espero haya entretenido, a lo que es el tema de este artículo.
En Cádiz, cuna del liberalismo, celebramos el bicentenario de la Constitución más liberal que ha tenido este país, hasta la de 1978. Pues bien, en aquella Constitución, el sufragio activo no era un derecho universal, porque de él se excluía a las mujeres y a aquellas personas que tenían la consideración de sirvientes. También se excluían a los esclavos en los territorios americanos.
En España, la mujer no tuvo derecho al voto hasta la Constitución de la Segunda República que se promulgó el 9 de diciembre de 1931. Esto es, cien años después de que en Pitcairn, esa isla inhóspita y perdida, habitada por los descendientes de unos amotinados, el peor crimen que se podía cometer en el mar, el derecho a expresarse libremente, en igualdad con los hombres, hubiese alcanzado a la mujer.
Afortunadamente las cosas han cambiado, pero la Historia está ahí para hacer una llamada al recuerdo y zarandearnos un poco para que despertemos del sueño en el que parece que actualmente estamos inmersos todos.
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