Así llamaríamos hoy a una persona excepcional que ha pasado totalmente desapercibida y del que creo se hace necesario el esfuerzo de sacarle a la luz y explicar algo de su vida y obras.
Muchas veces me he referido ya, y lo seguiré haciendo, a mi paso por tierras zamoranas y es que aquel viejo rincón de nuestra geografía, además de marcarme profundamente, es una cantera inagotable de excepcionalidades.
En el sureste de la provincial, casi rozando ya con Salamanca, se encuentra una comarca de larguísima tradición agrícola y ganadera: La Gaureña.
La comarca la forman quince municipios, cuya capital es Fuentesaúco, en donde se producen los garbanzos que han hecho célebre al pueblo.
Aplastados contra la tierra, a la que tanto cuesta vencer, los pueblos de La Guareña, como los de toda aquella zona, se caracterizan por sus rudimentarias construcciones, por sus trazados de calles irregulares, por la construcción de alguna casa solariega que no rima nada con el paisaje que la arropa y, sobre todo, por las magníficas iglesias y otros edificios religiosos, lo que resulta casi imposible de imaginar con una mentalidad actual.
Y es que algunos de esos edificios, ubicados en pueblitos pobrísimos, son realmente singulares. Uno de ellos es la Iglesia Parroquial de los Caballeros de Santa María, de Fuentelapeña, un pueblo de novecientos habitantes, cuya iglesia es la mayor de la provincia, si excluimos la Catedral de Zamora.
Y decir de este edificio religioso que es impresionante, es decir realmente poco, porque lo que realmente impresiona es que se empezó a construir en 1569, por un cantero y arquitecto cántabro llamado Juan de Nates y con el esfuerzo de todo un pueblo. Su torre se construyó siglos más tarde, concretamente en 1880 y se hizo gracias al político Claudio Moyano, todo un personaje del siglo XIX que aunque nació accidentalmente en otro pueblo de la Guareña, llamado La Bóveda de Toro, vivió y murió en Fuentelapeña.
Pero no va este artículo ni de Claudio Moyano ni del pueblo de Fuentelapeña, sino de una persona, nacida allí que renunciando a sus apellidos, tomó como suyo el nombre del pueblo que le vio nacer.
En Fuentelapeña se asentaba una familia noble de rancio abolengo: los Arias Porres. En su seno nació, en marzo de 1628, Rafael Elías Arias Porres que fue bautizado en esta iglesia y que siguió, como alguno de sus hermanos mayores, la carrera eclesiástica.
Pero por su nombre, nadie conoce a esta persona, aunque es más que probable que el nombre ficticio que adoptó a lo largo de toda su vida, tampoco sea demasiado conocido. Y es que Rafael Elías ingresó en la orden de los Capuchinos el 23 de diciembre de 1643, ordenándose sacerdote en 1651, con el nombre de Fray Antonio de Fuentelapeña.
Su hermano mayor, Manuel, fue un importante hombre de la política y de la Iglesia en los reinados de Carlos II y Felipe V. Caballero de la Orden de Malta, llegó a ser arzobispo de Sevilla y cardenal.
Fray Antonio fue un personaje sumamente curioso y desde luego, singular. Dotado de una brillante inteligencia, pronto escaló puestos importantes en la orden de los Capuchinos, desempeñando los cargos de Secretario provincial de Salamanca, Custodio General y Ministro provincial, hasta que en 1677 fue nombrado, a propuesta del rey de España, Visitador y Comisario de las provincias capuchinas de la isla de Sicilia.
En Sicilia no tardó en descubrir ciertas irregularidades y el inicio de una conjura, hábito muy de la época, para enfrentar al Padre General de la Orden, Esteban de Cesena, con el Juez de la Monarquía en la Isla.
La cuestión es que tras sus pesquisas, salió mal parado y hubo de exiliarse en Portugal, en donde permaneció muchos años, hasta que el 25 de febrero de 1681, se le permitió regresar a España.
Una vez en la tierra patria, algunos de los amigos con los que contaba, incluso la autoridad de su poderoso hermano, quieren reivindicar su figura y ofrecerle cargos importante, pero el fraile los desdeña uno a uno y, viejo y achacoso, decide dedicar lo que le reste de vida a la escritura, el estudio y la confesión de sus fieles.
No se sabe a ciencia cierta cuando se produjo su muerte, pero se cree que fue en 1702.
Su producción literaria fue tan extensa como desconocida y de una erudición tal, que resulta impensable cómo es posible que una persona así haya pasado oculta tras los cortinajes de las intrigas políticas y religiosas y que de su figura no se haya hecho justicia.
Tengo que reconocer que de Fray Antonio de Fuentelapeña yo no había oído hablar en mi vida y que, cuando hace años, con un buen amigo zamorano que me conducía doctamente por entre las vegas y los tesos, llegamos una tarde de gélido sábado al pueblo de Fuentelapeña, después de apreciar lo casi único del lugar que es la increíble iglesia de la que antes he hablado, no presté demasiada atención a que en ella se hubiese bautizado el personaje del que hoy estoy hablando.
Hacía tanto frío aquella tarde que después de quedarnos helados al bajar del coche, volvimos a la cálida y confortable calefacción del vehículo con el que nos fuimos a La Bóveda de Toro, en donde nos esperaban unos amigos con buenas viandas para la merienda.
Ha sido después cuando el fraile se me ha despertado, resurgiendo del frío de mis recuerdos; y ha sido por una cuestión bien distinta por la que le he conocido y enseguida me he dado cuenta de lo torpe que estuve aquella tarde en la que quizás el frío congelara mis ideas.
La producción literaria de este insigne zamorano es amplia y de entre sus muchas obras, vamos a dejar para el final la que yo considero más importante, más avanzada y mejor exponente de la erudición de este hombre, pero para empezar, quizás sea conveniente hacerlo por la que más fama le ha acarreado y que es un libro que el tituló El ente dilucidado, al que luego ponía una apostilla: Discurso único, novísimo en que muestra hay en la naturaleza animales irracionales invisibles y cuáles sean.
El libro fue impreso en varias ocasiones, aunque es evidente que a los padres Capuchinos, aquella obra no les llenaba de gozo y con la misma constancia con las que el fraile escribía, ellos se dedicaban a retirar cuantos ejemplares cayeran en sus manos.
Sobre monstruos, duendes, demonios u otras criaturas inexplicables, trata este denso libro que atrajo la atención del mundo erudito de su época, porque, justo es decirlo, lo que hoy nos parece algo fuera de toda lógica y que no sirve nada más que para construir buenos argumentos de cine de ficción o de novelas del mismo tenor, fue en otro tiempo objeto de grave preocupación.
Hace un tiempo, publiqué un artículo sobre el Padre Feijoo que trataba del nacimiento de un monstruo en Medina Sidonia y cómo había preocupado a algunas personas la eficacia del sacramento del bautismo; pues bien, no era un hecho aislado, sino algo preocupante de consuno en aquella sociedad lastrada por la creencia de la intervención divina en todo, ya fuera bueno o malo.
¿Por qué nacen monstruos en la Tierra?, era una pregunta bastante común y las explicaciones mucho más aventuradas de lo que nos podemos imaginar; por ejemplo esta: “flaqueza de la virtud generante, o por mucha abundancia; por accidente en la matriz; por aprehensión eficaz y viva, y por constelación a influjo especial”.
Y esto lo afirma un sabio doctor llamado Andrés Ferrer de Valdecebro, fraile de la orden de Predicadores, nacido en Albarracín en el primer tercio del siglo XVII y que escribió un tratado sobre las aves que aún se consulta con suma curiosidad.
Pues bien, para una persona docta, las pocas ganas de engendrar pueden producir un monstruo, o por el contrario, el exceso de lujuria y muchas otras consideraciones de las que hoy no reímos abiertamente, eran las culpables de que se produjesen alumbramientos tan anormales que ocupasen el pensamiento de los más preclaros hombres de la época.
Juan Eusebio Nieremberg, un humanista y científico del mismo siglo, llegó a decir: “Las causas físicas y naturales de los monstruos desfigurados son la concepción o confusión, sobra, o defecto del semen, descomposición o angustia de la madre, deformidad heredada, cópula ilegítima de diversos géneros o fuera del modo ordinario, demasiada lujuria; que así como suele ser causa de infecundidad, lo es a veces de debilidad del semen y, por consiguiente, de algún defecto en la criatura; y no es pequeña causa la imaginación y fantasía de los padres. Añaden algunos la fuerza de los astros en algún encuentro extraordinario”.
El Padre Fuentelapeña recopila en su libro numerosos casos todos ellos de lo más originales e insólitos que imaginarse pueda, hasta el punto de que los que han estudiado su obra en profundidad no se ponen de acuerdo en aseverar, de forma inequívoca, si el fraile trataba de dar explicación a los casos que iba narrando o si por el contrario introducía un matiz irónico en la supuesta reciedumbre de las creencias de la época. Pero también busca la explicación de por qué nacen tantas criatura de siete mese y por qué en esa edad existen mayores posibilidades de viabilidad y por qué el parto en el octavo mes suele ser más infeliz que en el séptimo. O lo que sería de mucha más actualidad como la sentencia en que trata de si pueden trocarse los sexos y el hombre convertirse en mujer y la mujer en hombre, cosa que en aquel tiempo debería resultar impensable pero que en este momento es algo de rabiosa actualidad y describe cómo, a su juicio, debe realizarse dicha transformación.
Y es que cuesta creer que ni aún con la evidente fe en que el Eterno es el inspirador de cuanto existe, alguien pueda explicar los fenómenos naturales con una candidez de semejante calibre, cuando al dedicarse a otros campos de la ciencia es capaz de hechos tan singulares como el que ahora voy a relatar.
Un eminente paisano nuestro, al que ya he mencionado en alguna ocasión y que es referente obligado en la historia de nuestra provincia, Adolfo de Castro, relata que en 1676, once años antes de que Isaac Newton escribiera su obra cumbre sobre la gravitación universal llamada Principios matemáticos de la filosofía natural, el fraile de Fuentelapeña establece exactamente los mismos principios que el sabio inglés, aunque, evidentemente, usando otro lenguaje, quizás más vulgar y para ser entendido por sus contemporáneos.
¿Alguien oyó algo de esto alguna vez? ¿Es posible que así fuera? No estoy capacitado para hacer una aseveración de ese tipo, pero lo cierto es que Fray Antonio hizo una descripción muy amplia y documentada, al uso de aquella época, en la que habla de la teoría de la atracción universal razón por la que el universo todo permanece en un constante equilibrio, la misma observación que le sirvió al inglés para formular la Ley de la Gravitación, según la cual y porque una manzana cayó sobre su cabeza mientras sesteaba a la sombra del árbol que las produce, dedujo que todo objeto del universo que posea una masa, ejercen una atracción sobre todos los demás que es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia (agradecimientos al Bachillerato de mi época).
Juan Valera, el polifacético escritor egabrense de finales del siglo XIX que destacó en muchas ramas del saber y fue diplomático, novelista, ensayista y hombre culto, dijo del padre Fuentelapeña: “Como no hubo jamás ingenio más invencionero ni atrevido, ni memoria más rica de erudición, ni desenvoltura científica más grande, que los de este ameno, delicioso y candoroso ex-provincial de capuchinos.”
Y aún hay algo más y por cierto no menos importante y es que el padre Fuentelapeña fue el autor del primer libro en el que se trata en serio de la aviación y describe, con el lenguaje propio de la época, cosas tan curiosas como sus conclusiones por las que un cuerpo sólido pueda sustentarse y volar en un fluido como es el aire, para lo que son necesarias la conjunción de tres premisas: gravedad del cuerpo; extensión de las alas y violencia del impulso.
Muy simple pero una realidad en sí misma. Un genio desempolvado y una historia que ojalá haya gustado a alguno y despierte la curiosidad en otros.
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