Es la picaresca del XVI que rebrota en nuestro ADN. Los americanos no la tienen porque se mezclaban poco, pero nosotros -en cambio- éramos como las chinches en el cuello de un estudiante de Salamanca. Nos hemos venido haciendo entre Neardenthales y sapiens, matando a los segundos para fotografiarnos con los primeros. Nuestros hijos no tienen problemas con su identidad sexual, con los amigos, con las grescas, ni las plataformas. Lo de estudiar ya lo llevan a otro nivel, más bien al tono de los inquiniokupas que con un contrato legal viven por el morro en una propiedad que no es la suya al menos un cómodo año. El propietario ha pasado a ser sufridor como en los tiempos del “un, dos, tres” de Chicho, o el paganini que decía mi padre cuando se indignaba porque pensaba que todo en la vida era asentir sin llevar nunca la razón.
Esto de darle la vez a mi padre me hernia a un nivel Tamara Falcó, porque debe ser una muestra de que ya voy para la edad de ñoñez jubilatoria. Y eso es preocupante, tanto como que se me pase entregar un artículo o que esté harta de todo en general antes de poner los pies en el suelo, sin levantarme del todo de la cama. No sé si les ha pasado que hay veces que se meterían de cabeza otra vez- en la cama- saltando sobre ella como si fuera una pecera. Ese mal no les da a gente que conozco que han ensartado la jubilación con la Universidad como estudiantes, tampoco a las que buscan el renacido amor tras unos pedazos de cuernos maritales. Serán las circunstancias ambientales, la genética o el saraismo que pone la marihuana entre las matas de pimientos para que Sanlúcar -que brilla al sol como una perla- perfume de yerba fina los senderos y riberas.
No hay nada como la yerbabuena para transformar al puchero (que es sopa de garbanzos) en reliquia de carnavaleros a las seis de la madrugada. No hay nada como la mata de marihuana entre pimientos y tomates para aderezar las ensaladas de los pícaros que quieren sacarse el agosto en noviembre, tras todos los santos. Porque la vida está complicada y los ocupas campan a sus aires porque los Juzgados están petados, los sanitarios en la cuerda floja, las aseguradoras subiendo en bolsa y los desgraciados haciéndose clientes de memora que regala cenizas en hornacinas, porque la paz eterna estaba muy cara. La vida se nos escurre entre pixeles y exhalaciones porque los suspiros quedaron demodé como la lealtad, la pareja para toda la vida, la empatía o el buen trato. Nos hemos hecho mayores y no nos queremos dar cuenta. Las arrugas nos pesan sin entender que las del alma son las únicas que no se ven pero delatan.
Como los radares de posición, como los invisibles ucranianos, como la subida del todo en céntimos de euro. Igual nos pesa la existencia porque es dolorida y no se queja, porque nos va faltando entramado que nos sostenía erguidos. Los cementerios ya no se llenan más que de turistas. Los muertos se desvanecen en el olvido porque los ancianos solo estuvieron presentes en nuestro pensamiento cuando salían en las noticias con las muertes por covid y los lastraderos de las residencias piratas. Esas sin marihuana entre pimientos, sino con sábanas manchadas de orines sin cambiar y malos tratos. No sé si se ha hecho algo por aquellos que desfilaron ante nuestros atónitos ojos como un capítulo más del infierno de Dante, uniformados por una bolsa negra arremangada. Normalmente, la realidad es instantánea como la guerra de Ucrania o los fallecidos en geriátricos por el covid. Sí nos han vacunado. Eso sí. Y le echan la culpa a la guerra para inflarnos los precios. Eso también. Como para no tener ganas de meterse de nuevo en la cama.