Postrado en una camilla, bajo su manta y con el rostro oculto bajo una gorra, Demjanjuk escuchó sin decir palabra, a metro y medio de distancia, a los cinco primeros testigos de la acusación particular, hoy jubilados, entonces niños holandeses que perdieron a sus padres en Sobibor, el campo de exterminio donde sirvió.
Marie van Amstel, de 70 años, explicó cómo en julio de 1943 se llevaron a su padre y a su madre, ambos gaseados en Sobibor, según supo ella años más tarde, ya adulta, de la consulta en las listas de la Cruz Roja Internacional. Jacob Simon, de 73, perdió asimismo a los suyos y sobrevivió igualmente refugiado por familias católicas.
Rudolf Salomon, de ochenta años, mostró entre lágrimas la carta recibida por su padre, comunicándole la muerte en Sobibor de su madre. Y David vom Huiden, de la misma edad, contó hasta con ironía cómo sus padres le mandaron irse “a dar una paseo con el perro, un pastor alemán”, precisó, mientras los nazis se los llevaban.
Sobrevivieron, escondidos como tantos niños judíos holandeses, de casa en casa entre familias ajenas, en la confianza de que sus padres regresarían, puesto que “la creencia general era que se los llevaban a campos de trabajo”, contó vom Huiden en un buen alemán. Ésa fue la gran mentira, siguió. Sobibor era un campo estrictamente de exterminio.