Aquella serie de pasiones, símbolo de la solidaridad entre los pueblos bálticos en su lucha por la independencia, puso en pie el sentimiento demócrata, la sana costumbre de someterse a las opiniones de todos y de dar rienda suelta a las energías de toda persona. Más allá del sentimiento patriótico germinó el sentimiento humanitario de la libertad. Se dejó atrás el orgullo que cierra fronteras y abre frentes, que devalúa a los demás por el hecho de pensar diferente. Ha sido, desde luego, una gran lección para el mundo. Deberíamos tomar cuenta de esta hazaña pacifica y pacificadora. Por desgracia, en nuestra cultura a veces se acrecientan unos sentimientos nacionales (o nacionalistas) que lo único que fomentan es la crispación, la falta de generosidad y la exclusión. Testimonios como el de esta cadena humana nos instan a pensar que debemos reeducar los sentimientos y estar atentos, más que por las palabras que se digan, a juzgar los sentimientos por los actos que generan.
Decía Federico García Lorca que "el más terrible de los sentimientos era el sentimiento de tener la esperanza perdida". Y es cierto, la ilusión nos invita a despertar pasiones, siempre necesarias para salir de los déficits de humanidad, tan propicios a gestarnos un corazón de lápida. Por cierto, el término "pasiones" pertenece al patrimonio del pensamiento cristiano. Los sentimientos o pasiones son una creación cultural, o una recreación mística, que designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar, o a no obrar, en razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o como malo. No es suficiente para acallar los ánimos anclados en los sentimientos, templar las guerras (frías o calientes), atenazar las luchas, imponer treguas a cualquier precio o amedrantar relaciones; no basta una paz impuesta, ni una paz recetada por ordeno y mando; hay que tender a una paz deseada, conseguida libremente, fraternizada por el sentimiento pacificador, es decir, avivada en la reconciliación de los esfuerzos y valores.
Las multitudinarias imágenes servidas a los cuatro vientos, escalando y desgarrando el muro de Berlín en noviembre de 1989, se han convertido en un icono pacifista. Sin embargo, a menudo se olvida que el primer sitio en el que cayó el Telón de Acero fue en las afueras de Sopron (Hungría), en la frontera con Austria, en el verano de 1989. El Telón de Acero simbolizaba la división ideológica y física entre la Europa oriental y occidental desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el final de la Guerra Fría. Tan solo hace dos décadas los europeos no podían viajar, hablar o incluso reunirse libremente, y cientos de personas perdieron la vida intentando escapar a los territorios occidentales. En ese mundo nuevo que todos deseamos, más que asociar Estados hay que asociar sentimientos e interiorizarlos como mística común; de lo contrario, el ser humano seguirá prefiriendo hallarse con su propio perro antes que con una persona extraña. Esta interiorización de la armonía como pasión es lo que hace madurar el auténtico progreso de la especia humana y del mundo.
No hay verdadero avance mientras los sentimientos de estima por el ser humano permanezcan devaluados. A diario miles de personas se sienten obligadas a abandonar sus hogares por contiendas. Otros padecen hambre de todo: de justicia, de libertad, de alimentos. Esta es la realidad, fruto de una nefasta interpretación de los sentimientos humanos. Pienso que es urgente contraponer a la escasez de principios humanizadores, a mi juicio inhumanidad activada porque sólo se mide a las personas por el criterio del éxito, una educación sensible a la persona, con capacidad de discernimiento entre la verdad y el error, el bien y el mal. Cuando se pierde el sentimiento más puro, el del amor incondicional y desinteresado, el interés por los objetos que nos rodean, se hunde hasta el sentido común, nada se siente. Por ello, estimo tan urgente como necesario, analizar los sentimientos para reanalizar el mundo, lo que conlleva reiniciar un nuevo modo de vivir, a sabiendas que nuestro conocimiento tiene su origen en las conmociones vividas y en las emociones sentidas.
Si el planeta, pues, está desbordante de sentimientos, tendremos que buscar los puntos coincidentes para conducirnos por la vida. Sólo los níveos sentimientos pueden encadenarnos a buscar soluciones apaciguadoras. Apostemos, en consecuencia, por cadenas humanas que pongan tranquilidad en un mundo convulso. El mundo no arranca hacia la paz por más que hablemos de paz. Claro, únicamente de boquilla. Hasta hemos perdido el sentimiento del poeta que llevamos dentro. Con estas mimbres, más pasivas que una piedra, el cuento del desarme no pasa de ser literatura. A los hechos me remito. Prosigue en el tiempo la falta de consenso entre países y resulta, casi un imposible, seguir avanzando hacia un mundo libre de armas nucleares, cuando ni queremos oír los nobles sentimientos del alma. Al final uno acaba pensando, que el sentimiento del ojo por ojo y diente por diente, continúa en pie de guerra. ¡Cuántas proclamas necias envuelven aún los sentimientos!