El público congregado en los aledaños de la Maestranza de Ronda delataba la expectación por la despedida de Francisco Rivera Ordóñez, penúltimo eslabón de una dinastía íntimamente ligada al bicentenario coso. El papel se había agotado en la taquilla pero el acontecimiento trascendía ampliamente el ámbito taurino.
La fama del personaje había vuelto a servir de bálsamo pero tampoco se puede soslayar que se marchaba del toreo, con sus baches y cimas, un torero de sólido oficio que ocupó un puesto de importancia en el escalafón de la segunda mitad de los 90. La LXI Corrida Goyesca era, previsiblemente, la última de su carrera. Atrás quedaban 26 años profesión.
El habitual paseo de carruajes y coches de época sirvió de prólogo de una corrida excepcional que debe su espíritu al recuerdo de Antonio Ordóñez, forjador de un acontecimiento que ha sabido perpetuarse en el tiempo con carácter de peregrinación. Pero tenía que salir el toro.
El primero fue un ejemplar de Guiomar de Moura que Ventura brindó a Rivera. El jinete enceló al toro a dos pistas poniendo todo lo que le faltaba al animal, mostrando su incontestable supremacía para suplir la sosería de su enemigo, al que cortó dos orejas.
Llegaba el turno del gran protagonista, que fue sacado a saludar antes de la salida del ejemplar de Daniel Ruiz. Paquirri se marchó a portagayola y compartió banderillas con El Fandi, tercio que preludió una entregada faena muleta en la que sobraron los frenazos y el mal estilo del animal, que propinó una fortísima voltereta a su matador.
Con ese no había podido ser pero Paquirri había encerrado un toro de Jandilla con el que quiso desquitarse. Francisco banderilleó esta vez en solitario. El último brindis, entre lágrimas, fue para su hija Cayetana. Había llegado el final y el diestro se empleó en un trasteo sentido y muy entregado en el dio lo mejor de sí mismo.
Cayeron las orejas pero aún quedaba el corte de coleta que ofició un amigo del torero, Juan Ignacio Alonso, antes de que El Fandi lo izara a hombros acompañado de toda la tropa de toreros. La apoteosis se había consumado. Paquirri se despedía del toreo en el solar de los suyos. Su hermano Cayetano le sacó por la puerta grande.
Fandi se lució con el percal pero no logró brillar en su fuerte: los palos. Y se templó de verdad en una faena de enorme fondo técnico en la que no hubo alharacas.
A Castella le tocó un "torrealta" anovillado y esmirriado, al que banderilleó en unión de Rivera y Fandi. El francés cuajó después una labor bien planteada y trazada en la que se puso en evidencia la escasa entidad de su enemigo, que acabó rompiéndose una mano.
A Perera le había tocado el primero de los dos "juampedros". El extremeño se ajustó de verdad con un ejemplar serio y hondo, pisando el acelerador en una faena reunida e intensa, resuelta en un palmo de terreno.
Cayetano, con otro toro de Domecq, se entregó a tope. En las largas iniciales; el galleo por chicuelinas o en un nuevo tercio de banderillas, compartido con su hermano y El Fandi. El menor de los Rivera partió los palos por la mitad y formó un auténtico alboroto clavando al quiebro. Brindó visiblemente emocionado a Francisco y se puso a torear.
La faena rompió sobre la derecha con tres muletazos plenos de cadencia. Fallaban las fuerzas del toro pero Cayetano las suplió con su personal empaque enhebrándose a la buena condición del animal.
Sobresalió un largo cambio de mano; los pases de pecho y la actitud del matador, transfigurado en esta cita familiar que se había convocado para despedir a su hermano, el último Paquirri.