Una de las más bellas páginas de nuestra literatura es la leyenda de las hojas secas de Bécquer. Nos cuenta en un breve relato como estando sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que van, oyó hablar a dos hojas que danzaban en el aire al azar del viento. En su plática recordaban los momentos felices de la primavera, las historias de silfos y de ruiseñores, para al final preguntarse cuándo acabarían aquel largo viaje.
Eso mismo me preguntaba cuando sentado en un arriate del Campus contemplaba a dos bolsas de plástico que revoleteaban movidas por torbellinos de aire en una zarabanda de tempo allegro y ligero.
Una de ellas procedía de un supermercado y la otra de una tienda de ropa. Presté atención y pude oírles hablar. Mientras una presumía de haber trasportado exquisitas viandas a una casa lujosa, la otra describía la corta vida útil que su joven portador le había dado, llevando unas prendas desde la tienda a su casa. Ambas se lamentaban en sus extraños alabeos que tan siquiera hubiesen sido recicladas, que de los ciento cincuenta años que vivirían solo hubiesen sido útiles unas horas.
La del supermercado confesó que soñaba con que aquel viento de levante la llevase hasta el mar. Cientos de millones de hermanas vivían allí, dejándose arrastrar por las corrientes oceánicas, flotando cerca de las orillas de países y continentes, en un viaje interminable que ya desearía para sí el más aventurero de los humanos.
Entonces recordé los ocho millones de toneladas de plásticos que cada año llegan a los mares, cubriéndolos y negando la vida bajo ellos. Dependemos tanto de esa vida. Y como en la leyenda becqueriana silbó el aire y las bolsas se perdieron a lo lejos en medio de una gran polvareda. En la mayor de las paradojas la alegría de aquellas bolsas por su longevidad fue un momento de tristeza. Y también pensé algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no encontraría palabras para decirlo.