Tiene nombre de dirigente socialista. Incluso alguna vez lo ha llamado por teléfono algún periodista, sin duda despistado, para pedirle su opinión sobre algún desaguisado político. Claro: es que llaman a su casa, preguntan si es Alfonso Guerra y el hombre contesta la verdad. Que sí. El equívoco viene cuando le preguntan por la última sesión en las Cortes. Entonces tiene que decir que sí, que es Alfonso Guerra, pero el pintor.
Alfonso vive en Madrid y tiene su estudio en el barrio de Salamanca. Nació en 1950 en nuestra ciudad, en la Junta de los Ríos. Estaba destinado al trabajo en el campo, un trabajo honrado donde los haya, pero la pintura era en él, y sigue siéndolo, más fuerte que nada en este mundo. Guardó cochinos, y mientras lo hacía dibujaba figuras en las pitas, en las veredas. Una vez pintó una Virgen María en una colada, y la gente se echaba al lado diligentemente, en señal de respeto. Luego vino Madrid, donde se formó, donde pinta con una constancia inalterable. Este viernes se inaugura en el Palacio del Mayorazgo una exposición de acuarelas, dibujos, bocetos y algún óleo, y se presenta a su vez una carpeta con grabados titulada Patios de cal y tiempo, que nos explica, junto con otras cosas, en esta entrevista.
—¿Le costó mucho convencer a su padre para irse a Madrid?
—Bueno. Hay que ponerse en situación. En las familias campesinas los hijos son importantes, porque significan mano de obra. Éramos muchos hermanos y había que trabajar duro. Lo que pasa es que yo tenía la pintura incrustada en mi vida. Y al final me fui a Madrid.
—Imagino que no sería nada fácil, ¿no?
—Dificilísimo. Yo tenía dieciséis años. Cumplí allí los diecisiete. Era un zagal tímido, asustadizo, y verme en Madrid solo me resultaba un mundo. Empecé a trabajar de mozo de reparto, en unos almacenes, y luego de camarero en un bar. Mi idea era estudiar Bellas Artes, pero antes pasé por la Escuela de Artes y Oficios, donde hube de hacer un examen para ingresar en Bellas Artes. Fueron unos comienzos muy difíciles. Lo que pasa es que yo era consciente de lo que quería y no paraba en mi empeño. Un compañero me puso en contacto con el pintor Pedro Mozo, de la escuela de Madrid. Este pintor me corregía los trabajos y me aconsejó que me presentara a los exámenes para Bellas Artes. Lo hice y aprobé.
—Pero un título, por muy rimbombante que sea, no es sinónimo de calidad.
—No. Claro que no. Hay que trabajar mucho. Yo me dejo llevar mucho por la intuición. He formado parte de algunos grupos de pintores, pero al final esto es una carrera de fondo en solitario. Pinto lo que siento. Pinto lo que tengo dentro y necesito convertirlo en luz, en claridad, en conocimiento.
—¿Cómo definiría su pintura?
—Bueno. Yo creo que soy un pintor expresionista. Últimamente he ido depurando mi pintura hasta convertirla en sentimiento. Algunos críticos me han dicho que soy un pintor poeta, y no me desagrada este calificativo.
—¿Cuáles son sus pintores predilectos?
—Hombre, hay muchos. Me gusta Vázquez Díaz, me gustan los expresionistas.
—Háblenos de esta nueva exposición.
—Esta exposición es amplia en lo tocante a la técnica, aunque breve por el espacio en el que va a colgarse. Hay acuarelas y dibujos, bocetos y algún óleo.
—Y además presenta usted una carpeta con grabados sobre patios arcenses que ha titulado Patios de cal y tiempo.
—Sí. El patio es un espacio común de las casas antiguas, donde se realizan múltiples actividades, desde leer hasta coser o, simplemente, sentir el paso del tiempo. Quería dejar reflejado ese mundo y ahí está el trabajo. Espero que guste.
—Y lo dice así, con su característica humildad, con la franqueza de la gente campesina. Alfonso sigue tímido, aunque no tanto como cuando se fue a Madrid en plena adolescencia. Tiene un humor jovial, también muy campesino, y es, sí, un pintor poeta, porque su único objetivo, manejando la luz y los colores, es salvar un mundo anterior que tuvo flores.