Al primer plano de su gastada memoria, acudían, como gaviotas a la orilla de la playa del Rinconcillo, las imágenes de tantos veranos que había disfrutado, con su amor y compañera de toda la vida, con su Pepa de su alma en la que muchas veces se habían mirado como en un espejo, en las aguas de aquella luminosa Bahía.
El viejo lobo, enclaustrado en la celda de su actual encierro de la calle Montereros, al ladito de la calle Gloria y tan cerca de su recoleta plaza de San Isidro, en pleno centro de esta ciudad tan especial, recordaba de vez en cuando que había habido mejores tiempos; ¡ya lo creo! Tiempos, en los que la vida, si se es joven, disimula sus muecas y tiene un gesto amable siempre a punto.
Ahora con el lento y a la vez fugaz paso de las hojas del calendario, Luis enfundado en el personaje que sólo espera ganarle la batalla a cada hora, sorbo a sorbo, como el descafeinado que saboreaba todas las mañanas con el desayuno, intentaba sobrevivir de la forma más decorosa posible.
Se daba cuenta, como si estuviera asistiendo a la película de su propia vida, que ésta a veces no juega limpio, que te engaña, paso a paso, con trampas y marrullerías de viejo tahúr; y cuando te ha atrapado, te vacía por dentro y sólo te deja la apariencia de lo que parece que eres tú, pero en el que cada vez la máquina está más lejos y tú te sientes más en el furgón de cola. Luis subía las escaleras cansinamente con la bolsa del pan colgada de un brazo. Iba en zapatillas porque los zapatos ya no le cabían en sus deformados pies. El pulso le temblaba y tardaba un buen rato en introducir la llave en la cerradura. Tenía la fría sensación de que se había hecho viejo en aquella alcoba sombría, que quizás más temprano que tarde acogería su cadáver y no tenía ni fuerzas ni ganas para porfiarle al destino.
Como algunas personas de su edad, era fatalista y estaba seguro que antes de su nacimiento ya habían escrito su personaje y su papel, que era inútil poner empeño en remediar lo inevitable. Él creía haberlo interpretado con dignidad, aunque tenía una frustración, si había logrado hacer feliz a su querida Pepa, que tanto le había dado a cambio de tan poco.
A lo largo de su caminar entre rosas y espinas, sólo había desempeñado una profesión, oficio, o más bien como él le gustaba llamarle, arte. Había sido ebanista con taller propio y muy buena clientela y amigos, pero ahora todos los integrantes de su tripulación habían naufragado, todos los de su quinta habían dejado de formar parte del reparto de actores de ese misterio que es vivir.
Se encontraba solo como un árbol en medio de un páramo, un olivo entre rosales o una gota de aceite en un vaso de agua, y en su anochecer de tantos días de sol, era como una joya sin brillo, una foto amarillenta o un calendario en sus últimas páginas.
Aún le quedaba una esperanza, su afición por la lectura que era como un renacer diario, entre tantos recuerdos de violines desafinados y necesidades insatisfechas. Y en este epílogo del libro, que a él le había tocado escribir, se seguía preguntando, como cuestión hamletiana de aquel hombre inquieto y con iniciativas que había sido, si hubiera podido ser de otra manera.
Entre las cuatro paredes de su fortaleza, que cada vez parecían más un presidio que un espacio de libertad, entre hadas y fantasmas que, en ocasiones, acariciaban su arrugada piel, antigua como la de aquellos muebles que el trasformaba con su creatividad y sus hábiles manos, pasaban las jornadas sin que nada sucediera. Mientras, envuelto en sus sueños se liberaba del peso insufrible de una realidad que cada minuto le resultaba más dura y cansina. Luis entorno sus ojos y se quedó dormido.