Cuando le llevamos, al lado del contenedor, pensé: ¿Haría esto con un niño? Dejarlo desamparado, al aire de la noche, en la calle que es el olvido. Debo reconocer, había dejado de quererme. Descubrí su mirada, su sonrisa algo cruel, cada vez que la soledad ratificaba, soy un esclavo de su presencia. Mis ojos nublados por la irrealidad se agotaban mirándole, tratando de escapar por su ventana única. Sus milimétricas líneas fueron los abismos por los que quise saltar evitando la realidad cotidiana.
Mil años entran en una hora de televisión. Por allí desfilaron ministros negando verdades, mientras otros decían Diego para decir luego digo. Su existencia llenó de películas mis horas vacías, de hombres desnudos armados hasta los dientes, de mujeres gritando orgasmos. Pobló mi alma de documentales ratificando la ley de la supervivencia del más fuerte. En su pantalla cayeron las Torres Gemelas poniendo en jaque al mundo desde entonces. Vi cómo mataban indiscutibles esperanzas a cucharadas lentas. Pude ver a un hombre disparando en una isla, luego su sonrisa hablando del nacionalismo más cutre. La vida es la vida.
Puse mil veces la escena donde el Paciente Inglés enseñaba murales maravillosos a una mujer sentenciada a morir de pena. Vi asombrado los millones y millones de oro que valen unas piernas deportistas. Empecé a desear que los parados fueran llevados por extraterrestres a un mundo mejor. Esa jungla inclemente vive dentro de mi televisor.
Siendo un testigo de peso, aun así le tengo cariño. Ha quedado impreso mi reflejo en su ojo ciego, sonriendo en su pantalla gris. Sabe las veces que la gente no contesta mis llamadas, las ganas de irme a otro lugar. Ha quedado turbio, cuando me hacía un ovillo en la cama estrangulando mi tristeza, no teniendo medicina para aguantar el día siguiente.
Sus películas me han instruido acerca del asesinato, robar un banco y matar a un presidente. Sus dramas lejanos me han reconfortado. Aclaró cómo son capaces algunas personas de rozar hasta lo imposible por tener mansiones, barcos y aviones para cargar con su soledad por varios continentes. El éxito es un arma letal, inventada para alejar al desamor perenne.
Mi televisión me ha hecho reír cuando se caen parejas de enamorados a ríos nevados en países lejanos. Cuando un oso mata a una presentadora de televisión en vivo y en directo. Cuando un lunático afirma que detener abortos es humanidad y el hambre es un juguete mal educado. Me ha hecho desearle la muerte a los buenos de las películas. Gritarle a un elefante que se esconda, justo un segundo antes que un rey disparara su estupidez tenaz.
Ha logrado enaltecer lo peor del ser humano, las terribles consecuencias que traen los buenos salvándonos de los malos: calles quemadas , tres mil explosiones, un ejército entero solo para capturar a un pobre hombre ladrón de un pañal , deudor de una cuenta bancaria o cultivador en su casa de dos macetas de marihuana.
La televisión y yo fuimos extraños amantes. La vida quedaba lejos de allí, de nuestra cueva blindada. Supusimos triunfar respondiendo acertadamente a las preguntas de un concurso amañado. Los domingos eran menos furiosos si veíamos películas con ‘Cheyennes’ mal pintados, locomotoras llevando progreso y balas al lejano Oeste. Presagios de un futuro con reservas indígenas, zoológicos consentidos, avalados por conquistadores genocidas.
Vi, descorazonado, como Lady Di lloraba sin desmaquillarse, alegando que su vida en realidad era un infierno. A la misma vez había mujeres cargando un balde de agua través de los desiertos, tres kilómetros diarios, su vida era de una felicidad inexacta, digna de ser envidiada.
Asistimos a funerales para ver a la realeza llorar con su pueblo. A manifestaciones populares donde un millón de personas no llegaban a tres mil según “las fuentes consultadas”. Nos colamos en clínicas de famosos para enterarnos que un coagulo cerebral no es lo mismo en la sangre de un barrendero, que en la sangre de un presidente. Vimos juzgar a criminales de guerra y los héroes de ayer cargaban relaciones extrañas con la memoria colectiva. Presenciamos como el Papa sabía mucho en su adolescencia de juventudes nazis, de olvidos premeditados.
Acudimos hipnotizados a congresos, a enfrentamientos inútiles, a ablaciones continuas. A corridas de toros, quedando involuntariamente manchados de sangre. A accidentes ferroviarios donde si los muertos eran hindúes, la noticia era irrelevante. Nos mojamos en las avalanchas de barro, asombrados por la preciosa sonrisa de un pueblo desastrado, cada vez que aparecía una cámara televisiva. Fuimos a sacristías de madera labrada, viendo a ciertos curas besando demasiado a los niños. Estuvimos en el sitio exacto donde la realidad se confunde con el miedo.
El televisor ha sido el transporte perfecto para escapar al espacio, ver el azul del planeta algo triste por los juegos del mundo. Así, en el desconsuelo de una fotografía repetida hasta el cansancio, puedo enumerar horas de televisión escapando inútilmente en mi nave, lejos del espanto.
Mi televisor, mi Sony Triniton, lo he dejado al lado de la basura. Con los años y el uso, demoraba 42 minutos en encenderse. Estaba reventado de verme infeliz, sus historias tremebundas le daban nauseas terribles, se negaba a verme morir iluminado por su aura.
He abandonado a mi televisor en la calle del olvido. Me asalta un raro temblor, la falta de amor conmigo mismo, una especie de desenlace fatal en mi programación mal estructurada.
Punta Umbría
Tirar la televisión
Villalón nos regala un relato en el que expone la relación que ha mantenido durante años con su televisión y el momento en el que, definitivamente, se separan
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