El término autoridad procede del latín auctorĭtas, derivado de auctor que significa fuente, creador, impulsor, persona responsable, y cuya raíz es augere que significa aumentar, mejorar y hacer progresar y crecer. El que tiene autoridad es el que provoca la creación, aquel que hace crecer. Desde mediados del siglo XIV autoridad se usa para referirse al derecho de gobernar o mandar. También se asocia con el poder derivado de la buena reputación, el poder para convencer a las personas y la capacidad para inspirar confianza. Séneca ya consideraba que la autoridad debía estar guiada por la razón y no se debe imponer, sino ganarse a través de la virtud y el buen ejemplo. Creía que la autoridad moral era más poderosa y duradera que la autoridad basada en el miedo o la fuerza.
Aunque, en su origen, autoridad se refería a la capacidad de un individuo para aumentar o hacer crecer algo, por conocimiento o influencia, el significado más empleado es el de poder o derecho para mandar, de ejercer control sobre otros, de tener poder legítimo para tomar decisiones y dirigir. Para tener este tipo de autoridad solo hace falta que alguien te designe y te ubique en el organigrama por encima de otros. La justificación de esta posición debería estar en la capacidad de a quien se le otorga para mejorar y hacer progresar aquello que va a estar bajo su mando. La realidad está en ocasiones muy lejos. A veces se promueve a puestos con autoridad a personas que pueden no tener esa capacidad para mejorar y hacer crecer lo que dirigen. En el mejor de los casos, pueden tener suerte si cuentan con empleados que sí sepan lo que tienen que hacer y se les deje hacerlo.
La responsabilidad es la otra cara de la moneda, aunque es habitual atribuir los éxitos a los que mandan y repartir los fracasos entre quienes están por debajo. Si algo no funciona, la responsabilidad siempre suele ser de los demás. Hace años un amigo consultor me contaba que un directivo de una gran empresa le contrató para que hiciera lo que fuera necesario para mejorar su unidad. Después de hablar con muchos de sus compañeros y subordinados, el consultor le dijo al directivo que solo había encontrado una solución, pero que era inviable. El directivo le dijo que haría lo que hiciera falta, echando a quien fuera necesario, pero cambió de opinión cuando el consultor le dijo que era él a quien habría que despedir.