Si la vida de por sí ya es lo suficientemente complicada, háganse una pequeña composición de lugar de lo que significa reconstruirla a diario a través de las páginas de un periódico. Más aún, asimilar todo lo que ocurre en nuestro entorno más cercano, evaluar su interés general y, tras los descartes, convertirlo en noticia. Eso implica estar pendiente del seguimiento de una huelga como la del sector de la vid, de la proximidad de las elecciones municipales, del impacto del IPC en la plaza de abastos, e incluso de saber interpretar a Mercedes Colombo cuando dice que el tranvía de la Bahía estará “prontito”, como si le hubiéramos preguntado por el arroz en la paellera, o al alcalde de Cádiz cuando juega a deshojar la margarita de la candidatura para saber si hay alguien “mejón” que él o no, hasta el punto de que ya no queda claro de si lo de “mejón” va por su partido o por los que puedan presentar los demás.
El caso es que mientras realizas ese esfuerzo y ese compromiso diario con la reconstrucción de la realidad, empiezas a percibir que la gente de tu alrededor se dedica a pronunciar con cierta frecuencia un mismo nombre propio: Tamara. Sospechas desde un primer momento de qué Tamara debe tratarse, pero, por eso mismo, dejas de prestarle atención al instante; hasta que tanta insistencia te lleva a abstraerte de lo que te ocupa y te preocupa para intentar enterarte de a qué se debe tanta afectación por la joven marquesa.
Y, claro, ya no se trata solo del hecho de haber roto con su prometido a causa de una infidelidad, sino de la dimensión pública alcanzada por los hechos. Y tampoco me refiero a ese afán tan nuestro por llevar la vida de los demás como si se tratara de la nuestra propia, sino a la trascendencia social de un asunto particular, hasta el punto de que El Mundo publicase este sábado una encuesta sobre la infidelidad, a partir del caso de Tamara Falcó, para saber si los españoles somos mucho o poco de cuernos, si somos más de perdonar, qué entendemos por infidelidad, y si depende incluso del partido al que votemos, en una nueva vuelta de tuerca en torno a la sobredimensión de una anécdota.
Se llama prestar atención a las cuestiones que dominan las conversaciones de la opinión pública. Y aunque parezcan depender de nuestra propia voluntad, o a partir de cierta afinidad emocional, cada vez vienen más determinadas por las tendencias establecidas a través de las redes sociales, que ofrecen una inmediatez de la que se retroalimentan igualmente los propios medios. Al final, más que el interés, lo que va en aumento es el caché de los protagonistas de la historia, al ritmo que marcan los likes recibidos, como ya vaticinaba aquel episodio terrorífico de Black mirror.
Para demostrarlo, acaba de ponerse en práctica un experimento en el que han participado 92 jóvenes de entre 15 y 24 años a los que han dejado sin móvil durante una semana, bajo el compromiso de ir anotando sus reflexiones en un diario y después someterse a una encuesta. Durante esos siete días, muchos han padecido cuadros de ansiedad y dependencia, pero otros reconocen que han hecho más vida en familia y que se han concentrado mejor en sus estudios; incluso los hay que han admitido haber probado a leer un libro después de muchos años, con lo cual hay motivos para pensar que no todo está perdido.
Pero el asunto de fondo del estudio no era solo ése, sino analizar las fuentes que utilizan a diario para informarse y qué contenidos son los que les empujan a compartirlos. Y el hecho de haberlos dejado privados de sus móviles ha sido como encerrarlos en una cueva, ya que casi un 40% de ellos solo se informan a través de las redes sociales, accediendo a “fuentes oscuras” y “ajenas al periodismo”, dentro de lo que los responsables de la investigación han denominado la “banalización del contenido”. Ahora pienso en Tamara de nuevo, y en lo mal que lo debe de estar pasando, y en todo lo que se han perdido los que hayan estado toda esta semana sin móvil, pero más pena me da hacia dónde nos dirigimos como sociedad.